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Una visión íntima de las mujeres afganas

Una visión íntima de las mujeres afganas

Hace 25 años una muchacha afgana de ojos verdes hechizaba al mundo desde la portada de National Geographic. La joven refugiada huía de la guerra entre los soviéticos, que habían invadido su país, y los mujaidines, apoyados por los estadounidenses, y se convirtió en icono de la tragedia de Afganistán. Hoy el símbolo del país vuelve a ser una joven, Bibi Ai­sha, a quien su marido rebanó la nariz y las orejas como castigo por escapar de él y su familia. Aisha huía de las palizas y otros abusos.

¿Qué lleva a maridos, padres, cuñados e incluso suegras a maltratar a las mujeres de su familia? ¿Es esta violencia la consecuencia de arrojar de golpe al siglo XXI, tras años de aislamiento y guerras, a una sociedad tradicional? ¿Qué miembros de ésta la perpetran? Hay notables diferencias entre los hazara, los tadzhik, los uzbekos y los pashtunes, el grupo más numeroso y conservador, que domina la esfera política desde 1880.

Los pashtunes de Afganistán

En la media luna pashtún, área que comprende desde la provincia de Farah, al oeste, hasta Kunar, al nordeste, la vida se regía (y en muchos sentidos todavía se rige) por el llamado Pashtunwali, el código de conducta de los pashtunes. Se fundamenta en el honor viril, que a su vez se pondera en función de tres pertenencias: zar (oro), zamin (tierra) y zan (mujeres). Los cimientos de la vida honorable son la hospitalidad (melmastia), el refugio o asilo (nanawati) y la justicia o venganza (badal). Cuanto más hospitalario sea un pashtún, tanto más honor se le reconoce. Si un desconocido o un enemigo llama a su puerta pidiendo cobijo, el honor del pashtún depende de que lo acoja. Si alguien causa algún mal a las tierras, las mujeres o el oro de un hombre, por su honor tendrá que cobrarse venganza. Un hombre sin honor es un hombre sin sombra, sin patrimonio, sin dignidad.

En cambio, por lo general no se ve con buenos ojos que las mujeres pashtunes ofrezcan hospitalidad o se cobren venganza. Ellas rara vez actúan como sujetos agentes: son sujetos pacientes con los cuales comerciar u objetos que disputarse… Hasta que no lo soportan más.

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Fotografías

En un refugio de Kabul para mujeres que han huido de la violencia doméstica me hablaron de una joven perteneciente a una de las familias pashtunes más ricas de una provincia limítrofe con Pakistán. Se enamoró de un chico de una tribu que no debía. El padre de la joven asesinó al muchacho y a cuatro hermanos de éste, y al descubrir que su propia madre había ayudado a la nieta a sustraerse de la ira paterna, también a ella la mató. Ahora ofrece una recompensa de 100.000 dólares por el cadáver de su hija.

Es un caso extremo perpetrado por un hombre extremo, pero muchos pashtunes creen ver su hombría y su forma de vida atacadas (por un ejército extranjero, unos líderes religiosos ajenos, una televisión foránea, grupos internacionales pro derechos humanos) y por ello se aferran a las tradiciones que durante tanto tiempo han definido la identidad del hombre pashtún.

En una librería de Kabul encontré un día una colección de landays («breves»): los poemas de dos versos que los pashtunes se recitan unos a otros en el pozo del pueblo o en los banquetes de bodas. El libro, titulado El suicidio y el canto, es una compilación de Sayd Bahodín Majruh, célebre poeta y escritor afgano asesinado en su exilio paquistaní en 1988. Comenzó recopilando landays femeninos en el valle del Kunar, de donde era nativo. Este humanista vio un tesoro en esas expresiones nacidas del corazón, desafío de convenciones y mofa del honor masculino en más de un sentido. Desde que nace hasta que muere, el sino de la mujer pashtún es la vergüenza y la tristeza. Se le inculca que no merece ser amada. Por eso, escribió Majruh, los landays son un lamento ante la imposibilidad de amar y una revelación del sufrimiento de la malcasada.

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A menudo el marido es un niño o un viejo con el que la mujer contrae matrimonio obligada por vínculos tribales:

¿No te da vergüenza, con tu barba blanca?

Acaricias mis cabellos, y yo río para mis adentros.

Zahiriente, una mujer lancea la virilidad de un hombre:

Hoy, durante la batalla, mi amante ha vuelto la espalda al enemigo.

Me siento humillada por haberlo besado anoche.

O expresa su deseo frustrado:

Ven, amado mío, ¡rápido, ven junto a mí!

El «pequeño horrible» dormita, y puedes

abrazarme.

El «pequeño horrible» es el hombre con quien la mujer ha sido obligada a casarse, una suerte de pánfilo a cuyas espaldas encontrará el verdadero amor. Según Majruh, las mujeres pashtunes, a despecho de su sumisión, siempre han anhelado en lo más profundo la rebelión y los placeres de la vida terrenal. Tituló su libro El suicidio y el canto porque con uno y otro acto dan voz a su suplicio. En la época de Majruh había dos formas de suicidio, el veneno y el ahogamiento. Hoy se envenenan y se autoinmolan a lo bonzo.

El parlamento afgano acaba de preparar un proyecto de ley para la erradicación de la violencia contra las mujeres, quienes empiezan a rechazar las prácticas culturales arcaicas y a hacerse valer en público y en privado. En Kabul visité el hogar de Sahera Sharif, una pashtún de Jost y la primera mujer en acceder al parlamento afgano. «Quién nos iba a decir que una mujer podría empapelar los muros de Jost de fotos y carteles electorales. ¡Si los hombres ni siquiera nos permitían trabajar en Jost!», me dijo.

Cuando era niña, Sharif se enfrentó a su padre, un mulá conservador, encerrándose en un armario hasta que le permitió ir a la escuela. Vivió la guerra civil entre grupos mujaidines rivales, que devastaron Kabul antes de la conquista talibán en 1996. Fue testigo de crueldades inconcebibles y de muchas muertes. «Buena parte de la violencia y crueldad que ve hoy –dijo Sharif– se debe a que la gente enloqueció con tantas guerras.»

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Tras la caída de los talibanes en diciembre de 2001, Sharif abrió una emisora de radio para educar a las mujeres en materia de higiene y salud básica. En una iniciativa más radical, se ofreció voluntaria para impartir clases en la Universidad de Jost (un hecho inaudito). Se despojó del burka (algo también insólito) y se plantó ante los alumnos (hombres) como profesora de psicología. Ellos se ruborizaron. Y así empezó a reeducarlos.

Mientras conversábamos, entendí hasta qué punto Sahera Sharif ha inspirado a su hija Shkola, de 15 años, estudiante de historia islámica y derecho. Quiere ser abogada para ayudar a las mujeres a defenderse de la violencia y la injusticia. Mientras, escudriña libros iraníes en busca de cuentos infantiles «como los que tienen ustedes –explicó–. Aquí prácticamente no existen, así que los estoy traduciendo al pashto, y también estoy escribiendo una novela».

En varios rincones del país (en Jost y Kandahar, en Herat y Kabul) me he topado con chicas como Shkola. No componen los viejos landays pero escriben poemas y novelas, y ruedan documentales y películas. Ésas son las modernas na­­rraciones femeninas de la vida en Afganistán.

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