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Tom Jones, el salto del tigre

Tom Jones, el salto del tigre

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La decadencia para Tom Jones tuvo el olor de las bragas limpias. Esquivar ropa interior arrojada por sus fans se había convertido en parte de su show. Pero en algún momento de mediados de los ochenta, en un escenario de Las Vegas, el Tigre de Gales se percató de que las bragas que recogía del suelo no se las acababan de quitar aquellas mujeres, poseídas por el chorro de testosterona que liberaba cada quiebro de su cintura. Las traían en los bolsos, bien limpias y dobladas. Era un hombre rico, vivía en una mansión, actuaba un día sí y el otro también. Pero aquel olor a suavizante le hizo comprender a sir Thomas Jones Woodward que se había convertido en una broma.

Todavía hoy, a sus 75 años, se iluminan sus ojos azules al recordar la primera vez que recogió unas bragas del suelo en una actuación. Fue en 1969, en el Copacabana de Nueva York. “Una chica se levantó, se subió la falda, se quitó las bragas y, ¡zas!, me las lanzó”, explica. “Fue muy sexy. Nunca antes le había pasado a ningún cantante en la historia del show business. Y además en el Copacabana, con todos esos gánsteres. Yo las recogí, me limpié con ellas el sudor de la frente y le dije a la chica: ‘Ten cuidado, no vayas a coger frío’. Tuve un poco de miedo, no se lo voy negar. Era la novia de un gánster, y yo estaba cantando ahí mismo, entre las mesas. Pero a él le pareció bien. Me dijo: ‘A mi novia le gustas, pero me da igual porque a mí también, eres un hombre de verdad’. A los gánsteres no les importaba que a sus novias les gustara porque a ellos también les gustaba. Era lo mismo que pasaba en los pubs obreros de Gales. ‘¡Mierda de bandas de pop!’, me decían, ‘¡vete a Londres y enséñales a esos capullos lo que es bueno!’. Aquello era igual, pero a mayor escala”.

Tom Jones siempre nadó a contracorriente. Llegó al swinging London con los modales de un paleto de Gales, un traje pasado de moda y unos rizos imposibles. Lo único que tenía era una buena voz y la convicción de que debía ganarse la vida cantando. La música nunca fue un juego para Jones. Sin estudios, sin oficio y con una tuberculosis que le impidió bajar a la mina como su padre, a los 16 años dejó a su novia embarazada y desde entonces tuvo dos bocas más que alimentar.

Sesenta años después es quizá el único hombre vivo que ha visto a Elvis con los pantalones bajados, como recuerda en sus memorias. Ha sido condecorado por la reina de Inglaterra, igual que su abuelo, pero sin necesidad de haber pisado el campo de batalla. Sigue casado con la misma mujer y su hijo, que ahora es su mánager, ha conseguido dignificar una carrera que parecía insalvable.

A finales del año pasado Tom Jones publicó un nuevo álbum, Long Lost Suitcase, la tercera etapa de un viaje a las raíces de una carrera musical de medio siglo. La trilogía supone una especie de transición, pilotada por su hijo-mánager y el productor Ethan Johns, de entretenedor nostálgico a crooner maduro. En Praise & Blame (2010) y Spirit In The Room (2012) se adentró en los repertorios del blues, el góspel y el soul. Y en el disco que cierra el proyecto pone su voz al servicio de temas de los Stones (Factory Girl), Willie Nelson (Opportunity To Cry) o Hank Williams (Why Don’t You Love Me Like You Used To Do).

Long Lost Suitcase es un heterogéneo recorrido por su bagaje musical, concebido como complemento a su autobiografía, escrita en realidad por el periodista Giles Smith y publicada en las mismas fechas con el título de Over The Top And Back (Michael Joseph). El libro, en línea con otras soberbias memorias de músicos veteranos publicadas en los últimos años, es el relato de un personalísimo viaje de Pontypridd, en el sur profundo de Gales, a Las Vegas. Y a la vez es un testimonio de la era dorada de la industria musical contado en primera persona por alguien que llegó a la cima, pero se mantuvo siempre, de alguna manera, en los márgenes de las tendencias dominantes.

“¡No he visto nada más masculino en mi vida!”, exclamó la mujer de su primer mánager, Gordon Mills, cuando vio al Tigre de Gales por primera vez sobre un escenario. Sin llegar a esos extremos, se puede decir que Tom Jones mantiene una imponente forma física a sus 75 años. Su atuendo, negro y ajustado, no es muy diferente al que podría lucir en un escenario de Las Vegas. Pero los rizos de su cabellera y su perilla lucen un color gris que ya no se molesta en ocultar. Sentado en un salón de un lujoso hotel en el corazón de Londres, Jones procede a hablar de una pasión que le ha ocupado, asegura, casi desde que nació.

Tom Jones, el salto del tigre

“La música siempre estuvo allí”, recuerda. “Mi madre era ama de casa y, mientras limpiaba, me llevaba a la manera galesa. Se ponen una manta enrollada al cuerpo para llevar al bebé y poder seguir haciendo sus labores. Entonces ponía un disco de Spike Jones, ­Hawaiian War Chant, y, al parecer, yo me movía en la manta como bailando. Mi madre decía: ‘¡Qué es esto, qué es lo que he engendrado!’. Luego, de niño, cuando estábamos en la cocina me subía a la ventana y le pedía a mi madre: ‘Preséntame’. Ella me respondía que allí no había nadie más que yo. Y yo le decía que daba igual, que me presentara de una vez. ‘¡Damas y caballeros, Tommy Woodward!’, anunciaba ella. Y yo saltaba y empezaba el show. Mi madre aseguraba que yo aprendí a cantar antes que a andar”.

A los 12 años cogió tuberculosis y tuvo que permanecer dos años en cama. A esa edad ya estaba enamorado de Linda, la mujer con la que hoy sigue casado. Que nadie se lleve a engaño: la vida sexual del Tigre de Gales ha sido tan rica y variada como cabe esperar. Los detalles, sin embargo, están llamativamente ausentes de sus memorias, y el entorno del artista solicita amablemente que el asunto sentimental quede fuera de la entrevista. Pero Jones sí habla de Linda.

“Durante todos estos años mi estabilidad ha sido mi esposa”, explica. “Ella me mantiene los pies en la tierra. Ha sido lo más importante en mi vida. El secreto es estar enamorado. Nos enamoramos en la adolescencia y seguimos estándolo. Venimos del mismo sitio, tenemos el mismo sentido del humor. El sentido del humor es fundamental para estar juntos. Cuando voy a casa, en Los Ángeles, estoy con ella. Linda tiene enfisema y no se puede mover mucho. No puede viajar conmigo. ‘Mientras tú vengas a mí, estoy contenta’, me dice siempre”.

La juventud de Tom y Linda terminó abruptamente cuando ambos tenían 16 años y ella se quedó embarazada. Se casaron al año siguiente y Tom Jones empezó a trabajar en una fábrica de papel. Entre turno y turno, se las arreglaba para tocar en los pubs de la zona. Nunca aprendió a leer música, pero desde niño quiso emular a los artistas que escuchaba en la radio. “El haber formado una familia tan pronto no me frenó, me dio más determinación”, asegura. “A veces me pregunto qué habría pasado si hubiera sido un adolescente normal, creo que no me habría tomado la vida tan en serio. Pero solo sabía ganar dinero cantando, no era bueno en nada más”.

Pronto se cruzó en su camino otra de las personas que resultarían clave en su vida: Gordon Mills, su primer mánager. Una nueva ola del pop se fraguaba a mediados de los sesenta, una estética andrógina y rebelde en la que tenía difícil encaje un torbellino machote como Jones. Pero Mills vio un extraño potencial en aquel joven que tocaba con su banda en los pubs del sur de Gales. De su mano, Tom Jones se fue a Londres, dejando a su familia en Gales, para abrirse camino en un territorio hostil.

“Lo primero que noté al llegar fue que la gente no hablaba en los pubs”, explica. “En Gales sí, sobre todo si venías con un acento diferente. Pero en Londres les daba igual. Al principio no fue fácil. No conocía a nadie. Lo que se llevaba eran los Beatles y los Rolling Stones. Me decían: ‘Esa mierda de macho ya no funciona, debes parecer un niño’. Yo tenía la misma edad que John Lennon, pero ya parecía un hombre. Ellos eran como niños, ya sabes: ‘She loves you, yeah, yeah, yeah!”.

Un día Mills le dio a escuchar a Jones una canción, aparentemente inofensiva, que cambiaría su vida para siempre. Se llamaba It’s Not Unusual y la habían escrito para Sandie Shaw. Pero al oírla, comprendió que aquella melodía tenía que ser suya. “Era algo nuevo”, recuerda. “Lo único parecido es lo que hacía Dusty Springfield y los discos de la Motown. Era emocionante. Así que le dije a Gordon: ‘Si no me la quedo, me vuelvo a Gales, te jodes’. La grabé en una maqueta y Sandie Shaw, cuando la escuchó, dijo que era mi canción”. It’s Not Unusual se lanzó en 1965 y enseguida llegó al número uno en Reino Unido y al tres en Estados Unidos. ­Jones se mantuvo arriba con singles como What’s New Pussycat o Delilah.

Tenía 24 años, pero Tom Jones supo manejar su condición de estrella. “Estuve persiguiéndolo tanto que no me perturbó”, explica. “Yo sabía cuál era la alternativa y prefería aquello”. Asegura que algo que le ayudó a mantener la cordura fue su actitud, digamos, distante con las drogas. “Nunca me gustaron”, afirma. “No me gustaba ese estilo. La gente esnifando cocaína en un retrete, ¿qué coño es eso? Y la marihuana, toda esa gente dando una calada y reteniendo el humo. ¡Expulsa el humo, cojones! No es atractivo. Me gustan los buenos tragos, el buen vino, incluso una cerveza en un pub, hablando con la gente. Me gusta fumarme un buen habano, pero no como toda esa gente que ves fumando en la calle, en el frío, fuera de los restaurantes”.

Poseía éxito, una voz inconfundible, pero carecía de una identidad musical clara. Era difícil encasillarlo, y eso hacía albergar dudas sobre su capacidad de perdurar. Pero pronto encontró un lugar, al otro lado del Atlántico, que le ofrecería una solución, al menos aparente, a esos problemas existenciales.

Tom Jones dio su primer concierto en Las Vegas en 1968. “Tocar allí era increíble”, recuerda. “Estaba Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis, Diana Ross, Aretha Franklin, todos los grandes nombres”. Allí se forjó su amistad con Elvis Presley, que vio en Jones una especie de salvavidas al que agarrarse mientras la beatlemanía eclipsaba su estrellato. “Elvis me dijo que yo le había dado esperanza”, asegura. “La invasión británica era muy fuerte entonces, pero yo era un solista como él. Los Beatles y los Stones no le parecían sexies, pero yo sí. Verme triunfar allí le hizo creer que aún tenía futuro”.

A mediados de los setenta Tom Jones se instaló en California, y Las Vegas, en Nevada, se convirtió en su hábitat natural. El dinero corría a raudales. El Tigre de Gales era una estrella americana. Pero al mismo ritmo al que engrosaba el saldo de su cuenta corriente decaía su prestigio profesional. Jones vivía de las rentas. “En los setenta y los ochenta las cosas no funcionaban, las canciones no salían”, reconoce. “Como estaba en Las Vegas, los productores no me veían como alguien que vendiera discos. Daba 130 conciertos al año, pero algo no iba bien. Estaba cavando mi tumba. Comprendí que tenía que poner fin a todo aquello”.

En 1986 muere Gordon Mills. Y Mark Woodman, el hijo de Tom, se convierte en su mánager y le inyecta una inesperada dosis de vida extra. “Él trataba de hacérmelo ver cuando Gordon aún estaba vivo”, explica Jones. “Me decía que no tenía por qué cantar en esos sitios, donde no podía moverme por el escenario porque había candelabros de las bodas. Yo le respondía que estábamos ganando dinero, que la gente venía a verme, que teníamos una casa grande en Los Ángeles… Y él me contestaba que sí, pero que ya no era relevante. ‘Te pagan’, me decía, ‘pero tu talento creativo se pierde’. Me entristeció que Gordon muriese. Era mi amigo. Pero ya había hecho todo lo que podía hacer por mí”.

En pocos años el hijo reinventó al padre. Construyó el mito que es hoy Tom Jones. La escenificación de ese cambio llegó en 1992, cuando volvió a su país para actuar en Glastonbury, el gran festival de rock. Estaba anunciado como invitado sorpresa y desde luego que lo fue. No ayudó a calmar a Jones el hecho de que Van Morrison, que le había precedido en el escenario, le dijera que el público necesitaba “una buena patada en el culo”. Pero el Tigre de Gales les propinó una en toda regla. La audiencia enloqueció y le proporcionó lo que tanto tiempo había anhelado: respeto. De las cenizas de Las Vegas había emergido una leyenda.

El resto de su carrera lleva el sello de su hijo. Versiones de Talking Heads y de Prince, dúos con Robbie Williams. En 1999 publica Reload, un disco de duetos. Una resurrección en forma de 15 versiones, la revisión de uno de sus temas clásicos y una canción nueva, Sexbomb, que reventó las pistas de baile. Aquel disco, cuyo título significa “recarga”, se convirtió en el más vendido de toda su carrera.

Si algo ha aprendido el Tigre de Gales es que para triunfar no hace falta seguir el camino marcado. “Cuando llegué a Londres me decían: ‘No sé, ese look, ese pelo, creo que ya no se llevan’. ‘Me la suda el pelo’, les respondía yo, ‘¿qué hay de mi voz?’. Hoy sigue siendo igual. Si triunfa Justin Bieber, quieren más Justin Biebers. Pero tiene que haber gente diferente, que ofrezca su propia historia. Por eso les digo a los cantantes nuevos que sean ellos mismos. Que escuchen a los demás, que se inspiren, pero que no copien. Que sean fieles a sí mismos. Eso es lo que he hecho yo siempre. De vez en cuando hace falta alguien con personalidad”.

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