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El culto al cuerpo: estoy bueno, luego existo - Ethic : Ethic

El culto al cuerpo: estoy bueno, luego existo - Ethic : Ethic

Artículo

Iñaki Domínguez

Decía Sylvester Stallone en una entrevista con Larry King que cuando él comenzó a ir al gimnasio, en la década de 1960, aquellos lugares eran un emplazamiento sórdido en los que no era raro ver a señores fumando un cigarrillo mientras levantaban pesas. El gimnasio como ecosistema urbano era frecuentado por forzudos, macarras callejeros y, en algunos casos, celebridades muy pendientes de su imagen; esta era, al fin y al cabo, su fuente de ingresos. Esta tónica fue la dominante, probablemente, hasta mediados de la década de 1980, cuando el gimnasio pasó a ejercer un rol más prominente en la vida social. Entonces surgió la moda del fitness, dominado mayormente por el aerobic.

La irrupción de este nuevo fenómeno estuvo muy ligada a la reinvención de Jane Fonda como protagonista de toda una caterva de videos en VHS en los que instruía en el arte del deporte a aquellos consumidores que no podían –o no querían– salir de su casa para hacer ejercicio. La nueva identidad de Jane Fonda expresaba una transición dialéctica que se movía desde las protestas contra la guerra de Vietnam, el movimiento hippie y las políticas radicales, a una nueva realidad en la que antiguos activistas pasaban a ser grandes consumidores yuppies. La actriz, en este caso, sirvió de ejemplo –como antigua figura izquierdista– para el fomento de un nuevo consumo. Antes de su transfiguración, Fonda también era conocida como Hanói Jane por haber visitado a las tropas comunistas de Vietnam del Norte en 1972, algo que muchos norteamericanos jamás le perdonarían.

La semilla de la actual metrosexualidad podríamos hallarla también en la década de 1960: Jay Sebring, peluquero y ex novio de Sharon Tate –y asesinado junto a ella por los secuaces de Charles Manson–, era entonces un verdadero revolucionario en el corte para caballeros. Sebring ofreció entonces un servicio novedoso a una parte del público masculino que hasta entonces solo había podido recurrir a barberos. El propio Sebring, de hecho, le cortó el cabello a Jim Morrison para la realización de su fotografía más icónica, donde sale descamisado y con los brazos extendidos. Según los presentes, Morrison, nada más presentarse ante el peluquero, mostró a este la página arrancada de un libro de historia que mostraba una pintura del conquistador macedonio Alejandro Magno.

El metrosexual, generalmente, imita algunos de los rasgos identitarios de las mujeres; y lo hace, precisamente, con aquellos que encuentra excitantes en ella. Ingenuamente, el metrosexual considera que a las mujeres les atrae en los hombres exactamente aquello que ellos desean en las mujeres, lo que no siempre tiene por qué ser así: si el hombre metrosexual siente atracción por el hecho de que la mujer vaya depilada, tenga la piel muy suave y esté morena, este replica dichas características en su propio cuerpo para crear en las mujeres la misma sensación de deseo imperativo que él siente al observarlas (o, al menos, a eso aspira). Este mismo mecanismo fue el que siguió Jim Morrison tras observar a su amiga Ronnie Haran –alma de Sunset Strip, Los Ángeles–, que nunca llevaba ropa interior bajo sus blusas. Tras sentir la punzada del deseo, el cantante decidió emular a Haran: no volvió a ponerse calzoncillos bajo sus apretados pantalones de cuero en lo poco que le quedó de vida. Podemos afirmar que dicha estrategia básica representa la esencia de la metrosexualidad: tratar de despertar deseo en el sexo femenino a través de la mera corporalidad, algo no del todo masculino hasta entonces.

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Desde una perspectiva sociológica podemos hablar de un cambio de paradigma en el modelo de masculinidad: la idea de la revolución introducida por Jay Sebring no consistía simplemente en cortarse el pelo, sino en obtener un grado añadido de belleza y sofisticación a modo de distinción. Antes de la década de 1960, el acceso de las mujeres al ámbito laboral era poco habitual, pero la posterior incorporación masiva de estas al mercado de trabajo tuvo como consecuencia, entre otras muchas cosas, un replanteamiento del rol masculino en la sociedad. La recién conquistada igualdad laboral tuvo dos llamativas consecuencias en cuanto a roles se refiere: las mujeres adoptaron actitudes tradicionalmente asociadas a hombre, y los hombres adoptaron roles históricamente vinculados a la mujer.

Como consecuencia, muchos varones aspiraban también a ser objeto de deseo, a ser un «sexo bello», lo que conformaría la posterior función del gimnasio como espacio público. Si el hombre había detentado hasta entonces de forma exclusiva un amplio rango de profesiones –algo que lo definía como sujeto social–, este hubo de buscar ahora nuevas formas de reconocimiento: «ser bello» fue uno de tantos recursos a su disposición. Esta tendencia sociológica se ha visto intensificada con los años, y ahora ambos géneros hacen de la propia imagen un aspecto fundamental de su identidad, algo debido al mayor nihilismo, hedonismo y narcisismo de las sociedades occidentales; fenómenos surgidos, de hecho, a causa de la creciente falta de convicciones espirituales y religiosas.

Consecuencia de estos cambios es el narcisismo desaforado que domina nuestra sociedad: cada uno de nosotros, a día de hoy, se presta a ocupar el lugar de la celebridad tradicional. Contamos con dispositivos tecnológicos gracias a los cuales somos capaces de proyectar una imagen mediática, algo que previamente era tan solo accesible a artistas reconocidos. Este es el producto de una democratización del uso de la tecnología, hoy disponible para cualquier ciudadano de a pie. La relación entre dicho acceso a la tecnología y el cultivo del ejercicio físico es más que palpable. La gente que sí hacía deporte en tiempos pretéritos no podía compartir sus prácticas con otros, puesto que carecían de tecnologías y plataformas para hacerse visibles ante los demás de modo inmediato. Este narcisismo ha sido, además, exacerbado por los propios mercados, que aspiran a aislar al sujeto para que, de modo indirecto, se encuentre insatisfecho en su vida íntima, amorosa y filial, viéndose impelido a consumir ad infinitum. De ese vacío en el plano de lo íntimo brota una necesidad de reconocimiento que se expresa en el número de likes que uno reciba del entorno. Se trata de un ansia vampírica de reconocimiento que, desgraciadamente, nunca sacia; un ansia que nunca sirve. A pesar de recibir tan frívolo reconocimiento, uno rápidamente se ve apremiado a recibir nuevas dosis de dopamina.

El culto al cuerpo tiene varias causas: una es la muerte de Dios, lo que ofrece preponderancia a la materialidad, a la vida biológica, al cuerpo; otra, el surgimiento de la sociedad del bienestar: cuando uno cuenta con muchas de sus necesidades básicas cubiertas, surgen otras nuevas vinculadas a la autoimagen. Además, la emergencia de nuevas tecnologías para su uso indiscriminado hace que la representación mediática del sujeto ocupe un lugar central en las relaciones sociales. Todo ello nos lleva a encontrarnos en un momento especialmente propicio para ponernos en forma. Por supuesto, el objetivo primordial de dichos esfuerzos consiste en ser reconocido por otros, en obtener una distinción cuyo logro demanda mucho esfuerzo en sociedades masificadas como las nuestras, donde cada sujeto representa un átomo en un entorno inconmensurable. El narcisista exige la atención de los demás, pero no para relacionarse íntimamente con ellos, sino para que ejerzan exclusivamente la función de espectadores de su yo. El narcisista necesita del otro no solo para obtener falsa autoestima a través de la mirada ajena, sino para verificar su misma existencia. ¿Pienso luego existo? No: estoy bueno, luego existo.

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