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Una expedición a los acantilados de Hutton, en la Antártida

Una expedición a los acantilados de Hutton, en la Antártida
Juan Diego Soler, astrofísico e investigador colombiano, en su viaje a la Antártida en 2010./ Cortesía

Acantilados de Hutton, Antártida

77° 43′ 58˝ S 166° 51′ 57˝ E

13 de diciembre de 2010

Estoy sentado junto al agujero esperando a que vuelvan las focas. Hace unos minutos, apenas los buzos desaparecieron en las aguas oscuras, vi los rostros de las focas salir a la superficie y me encontré reflejado en sus profundos ojos negros, brillantes como una esfera de ónix. El único sonido en la cabaña de madera es el ronroneo del ventilador que sopla aire caliente directamente sobre la abertura circular en el hielo.

No siento frío. Pero el aire de cada exhalación forma una nube pasajera frente a mi rostro. Estoy sentado sobre las pesadas botas blancas, con las rodillas y las manos sobre el piso de madera, como un niño en un jardín infantil esperando a que lo llame la profesora. Y es que estoy ahí en una condición muy similar. Cuando recibí la invitación a pasar el día con los buzos, le prometí al profesor que iría para aprender, ayudar y no hacer estorbo. Ver al vulcanólogo alemán aún pálido por el susto y tendido frente al calentador en la esquina de la cabaña me recuerda mi promesa. (Le puede interesar: La científica que traduce la ciencia sobre la Antártida para salvarla)

Los minutos parecen transcurrir despacio. La cuerda junto a la escalera colgante con los peldaños metálicos que desaparecen en el agua permanece inmóvil. Probablemente podría salir a charlar con “las chicas de los gusanos”. O distraerme viendo la pared de hielo que se descuelga desde lo alto del acantilado detrás de la cabaña. Pero no quiero cometer ningún error. No quiero dejar de estar ahí, presente. No quiero exasperar a los buzos. No quiero perder las muestras. Aprender, ayudar y no hacer estorbo. También quiero ver las focas. Pero las focas no volvieron. Bajo el trance inducido por el sonido del ventilador y el suave movimiento de la superficie del agua mi mente iba a la deriva por lo que había ocurrido esa mañana.

Me descolgué en silencio del camarote. Saqué mi ropa y la mochila naranja al pasillo para no despertar a Elio. En el pueblo en el que todos tienen que compartir habitación es normal ver a la gente terminando de vestirse frente a su puerta. Dejé mi overol negro y la ropa térmica en un rollo sobre la alfombra marrón que me recordaba el pelaje de una antigua mascota olímpica. Con dos golpes de agua me lavé la cara reflejada en uno de los tres espejos ovalados, cada uno frente a un lavamanos. Con medio vaso de agua terminé de cepillarme los dientes. Me despedí con la mirada en el espejo del piloto que se terminaba de afeitar y salí del baño que compartíamos los ocupantes del primer piso del edificio 206.

Crucé el descampado al que llaman Derelict Junction, el cruce Abandonado. Con cada uno de mis pasos escuchaba cómo se rompían los cascarones de hielo que se formaban sobre las piedras rojizas. Entré al edificio principal por la puerta que está junto al único cajero automático que existe en casi 5.000 kilómetros a la redonda. Atravesé el corredor para llegar a la estación de lavado de manos, junto a la habitación abierta donde se cuelgan los abrigos. La galería en la que se sirve la comida para los habitantes de la base estaba casi vacía. Sin sentarme realmente, engullí una taza de cereal con leche, casi sin masticar, como un ganso, una habilidad que había adquirido desde que había comenzado a trabajar en el laboratorio. También había comenzado a tomar café, expreso cada vez con menos azúcar, pero esa mañana no había tiempo para eso. Recogí los almuerzos para todo el grupo; una bolsa de papel con dos sándwiches de mantequilla de maní y mermelada de frambuesa en pan integral, dos paquetes de galletas y una barra de chocolate para cada uno. (Le puede interesar: Desde Chocó a la Antártica: siguiéndole la pista al mercurio en ballenas)

Con la misma sensación que tuve esa mañana en que mi papá tomó un desvío para llevarme a ver Godzilla en uno de los cines del centro de Bogotá, en lugar de dejarme en el colegio, bajé trotando por el camino de piedra volcánica en la dirección contraria a la que todos los días me llevaba hacia la base de globos de larga duración. Seguí el camino de grava volcánica alrededor del laboratorio que lleva el nombre del geofísico Albert Crary, un enorme edificio sobre pilotes metálicos que se aferra a la ladera como un cuartel de la Guerra de las galaxias. Encontré la curva con el enorme cilindro metálico, donde están la cancha de baloncesto y el gimnasio.

Un poco más adelante, detrás del promontorio donde está el helipuerto y desde donde se ve la espuma del mar congelada sobre la costa, el profesor y los buzos ya estaban frente a su cabaña poniendo los tanques amarillos de aire comprimido y las grandes bolsas de lona impermeable junto a dos PistenBully de color rojo. Con sus orugas de tanque de guerra y sus cabinas de tractor, estas eran las arcas que nos iban a llevar hasta el lugar que los buzos llaman “la pared de cristal”, cerca de la lengua de un glaciar que se extiende sobre el mar congelado, a 14 kilómetros del que ha sido mi hogar durante algunos meses: la base McMurdo en la isla de Ross, el asentamiento humano más grande en Antártida.

Una expedición a los acantilados de Hutton, en la Antártida

El profesor es Adam, un biólogo marino experto en la mezcla de biología, ciencia de la información y matemática que lleva el enigmático nombre de bioinformática. Las chicas de los gusanos son sus dos estudiantes doctorales. También es su primera vez en “el hielo”, que es la forma en la que se refieren a Antártida sus habitantes temporales. Esta es una de las numerosas excursiones en las que buscan a los gusanos poliquetos que construyen y viven en redes de tubos de sedimentos en las aguas polares.

Voy en el asiento del copiloto. Las piedras volcánicas crujen bajo el PistenBully y es imposible conversar una vez iniciamos la marcha. Justo antes de tocar el hielo, nos detenemos. Abro la puerta y desciendo de un salto para buscar la escoba y remover las piedras atrapadas en las orugas. La superficie oscura de una piedra se calienta más rápido que el mar congelado y abre huecos en el hielo. La ruta que seguimos es la misma por la que entran personas y carga desde la pista de aterrizaje sobre el mar congelado, no limpiar las orugas es poner en peligro el aeropuerto más grande en todo el continente, el Ice Runway, la Pista de Hielo.

Ya sobre el hielo el PistenBully nos deja escuchar las voces en el radioteléfono. Seguimos las líneas trazadas por los vehículos que vienen y van desde el aeropuerto hasta un punto marcado por una bandera roja donde las huellas forman una bifurcación. Tomamos el camino hacia la derecha, la dirección opuesta al aeropuerto. Mientras sostiene el volante con la mano izquierda, Stephanie descuelga el auricular del radio e informa al despachador de la base: “PistenBully 37 departing base thru Ice Runway. Direction Hutton Cliffs with four souls on board”, (“PistenBully 37 sale de la base por la Pista de Hielo en dirección a los acantilados de Hutton con cuatro almas a bordo”). Después de un silencio de estática, una voz femenina responde: “Roger, PistenBully 37. Safe travels” (“Copiado, PistenBully 37. Buen viaje”).

Todo a nuestro alrededor es brillante. La luz del sol se multiplica en las superficies blancas y solamente con los lentes oscuros puedo distinguir el destello azul de la superficie que nos sostiene. A la derecha se ve la costa de la isla de Ross casi completamente cubierta por el hielo y coronada por el monte Erebus, el volcán activo más austral del planeta. A la izquierda, la superficie plana y blanca que se extiende hasta lo que se adivina como el contorno de unas montañas casi completamente cubiertas de hielo, la cordillera de la Royal Society. Arriba, el cielo está despejado, aunque su color azul aparece suavizado por una tenue bruma. Abajo, un par de metros de hielo y el mar.

El fondo marino en el estrecho de McMurdo es rico como el de un arrecife de coral tropical, pero en lugar de los corales duros aquí florecen unas grandes y delicadas esponjas. También hay estrellas de mar, erizos y anémonas, algunas de las cuales se pueden acariciar en uno de los tanques que hace las veces de “zoológico de mascotas” en uno de los laboratorios de la base. Hay diminutos crustáceos, una versión transparente en miniatura de un camarón, conocida con el nombre genérico de kril, cuyas larvas crecen bajo el hielo marino y le dan la apariencia de musgo a su superficie inferior, que se puede ver desde un enorme tubo de observación submarina a las afueras de la base. Hay arañas de mar, peces con una proteína anticongelante en su sangre, pingüinos, focas y ballenas. Y hay gusanos que guardan el secreto de la adaptación genética a los rápidos cambios que está experimentando este ecosistema.

Era una historia que Adam nos había contado en la víspera de uno de los muchos vuelos cancelados a McMurdo. Los gusanos poliquetos tienen una información genética relativamente simple si se compara con animales más complejos, como los humanos. Gracias a eso sabemos que no toda la información genética se expresa en el gusano, sino que hay ciertas porciones que se suprimen y otras que se manifiestan dependiendo de factores externos, como la temperatura o los compuestos químicos a los que está expuesto, algo que los biólogos llaman epigenética. Eso significa que un individuo no es exclusivamente el producto de sus genes, sino también del ambiente que los rodea. A medida que la temperatura de la superficie del mar aumenta, por efecto del calentamiento global producido por el uso desmedido de combustibles fósiles, estos gusanos son un indicador viviente de los cambios en los ecosistemas producidos por la actividad humana.

Después de casi una hora siguiendo las huellas dejadas por otros vehículos sobre la superficie del mar congelado, en la distancia aparece un rectángulo de hielo casi perfecto que a través de mis lentes parece de color azul aguamarina. Es un iceberg tabular capturado por el hielo marino. A medida que nos acercamos, sus paredes rectas parecen crecer hasta alcanzar el tamaño de un edificio, pero antes de alcanzarlo tomamos un desvío hacia la derecha, en dirección a los acantilados cubiertos por el glaciar que fluye desde lo alto de la isla de Ross.

Tras unos minutos de viaje aparece frente a nosotros una gran roca que emerge del mar congelado. Detrás de ella hay una cresta de hielo en la superficie plana, como si una inmensa criatura estuviera a punto de emerger. Al acercarnos, la cresta se revela como una serie de segmentos que tienen la apariencia de las botellas rotas adheridas con cemento en lo alto de los muros de mi país, pero estos son dos o tres veces más altos que una persona y están hechos de un cristal lechoso con destellos de color azul turquesa. Junto a algunas brechas se distinguen ciertas manchas oscuras: el rastro de las focas o de los pingüinos que emergen del mar por las grietas.

A lo lejos y hacia el frente se percibe la cabaña pintada de color naranja. Es una estructura de madera que se asemeja a un contenedor de carga con una sola ventana enmarcada en su interior por unas cortinas azules. La superficie del hielo guarda el rastro del buldócer que la arrastró desde la base y de la máquina con una inmensa broca mecánica con la que durante horas otras personas trabajaron para abrir un agujero en la losa de hielo de un par de metros de espesor. Al fondo, el glaciar se levanta inmenso haciendo sombra sobre la cabaña. En su parte baja se dejan ver las paredes negras del acantilado moldeado por el peso del hielo.

Los dos PistenBully se quedan a una corta marcha de la cabaña, en una zona marcada con banderitas verdes atadas a unos delgados postes de bambú. Alrededor de la cabaña, un perímetro de banderitas rojas señala la zona por la que podemos caminar sin peligro. En dirección al glaciar, un grupo de banderitas negras señala la amenaza de las grietas escondidas bajo la superficie.

Comenzamos a descargar el equipo, incluyendo las dos neveras para conservar las muestras y un balde blanco donde temporalmente pongo las bolsas con los almuerzos. Al terminar les doy una mano con los tanques de aire comprimido a los tripulantes del otro vehículo. Dentro de la cabaña, mientras Annemarie, la segunda chica de los gusanos, revisa las válvulas y los tanques, yo ayudo a Adam a vestirse. Ya está listo en su pantalón, su chaqueta y sus guantes de polar fleece (forro polar), pero necesita ayuda con la parte de arriba de su traje de buceo, que forma una cámara aislante que lo cubre entre su cuello y sus pies. En el lado opuesto de la cabaña los dos camarógrafos británicos ya están enfundados en sus trajes y revisan las válvulas y los tanques. La bióloga marina estadounidense se ajusta la máscara que me hace pensar en una superheroína con los poderes de una orca. El vulcanólogo alemán parece luchar contra uno de los cierres de su traje.

Tras ajustar el chaleco estabilizador sobre los hombros de Adam, le ayudo a poner los reguladores a su alcance. Luego ajusto con la palma de la mano el cierre hermético de goma que une a sus guantes de tres dedos con su traje. Annemarie sale de la cabaña a buscar el cinturón de lastre olvidado en el suelo del PistenBully y mientras la puerta de la cabaña se cierra, escucho las salpicaduras del agua que indican la inmersión del primero de los buzos. Pero en lugar de seguir dándome sus instrucciones, escucho la voz alarmada de Adam que me indica el hoyo en la mitad de la cabaña donde un guante violeta de tres dedos se mueve agitadamente sobre la superficie. Stephanie y yo somos los únicos que no tenemos kilos de equipo encima y en un parpadeo me encuentro agarrando un antebrazo cubierto de goma y neopreno y halando con todas mis fuerzas. Uno de los cierres en el traje del vulcanólogo alemán no estaba cerrado y su traje se estaba llenando de agua mientras descendía por los peldaños de aluminio de la escalerilla de cuerdas que va del piso de la cabaña hasta el mar.

El vulcanólogo alemán está aferrado a mi antebrazo. Al parecer logra hacer pie en la escalerilla y asciende lo suficiente para sacar la cabeza del agua, escupir la boquilla y dar un grito pidiendo auxilio. Uno de los camarógrafos, liberado de su chaleco de flotación, aparece sobre el agujero, firmemente agarra el tope del tanque de oxígeno y con un firme tirón ayuda a emerger al inmenso cuerpo sobre el agua. Después de unos instantes que parecen eternos, el segundo camarógrafo agarra al vulcanólogo de casi dos metros de estatura por el chaleco de flotación y con un firme tirón lo logra sacar del agua hasta la cintura. El suelo de madera se empapa con el agua de mar del traje inundado ante la mirada atónita de Annemarie, que acaba de cruzar la puerta. Los camarógrafos ayudan a salir del traje al hombre que tirita y lanza maldiciones que todos saben que van dirigidas a su propio descuido. Aún pálido se reincorpora lentamente y va a librarse de sus ropas mojadas frente a la estufa que calienta la cabaña.

Con la emergencia controlada, todos vuelven a su oficio. No hay tiempo que perder si esperan completar las dos inmersiones que tienen preparadas para hoy. Después de un chequeo adicional, los otros cuatro buzos descienden por la escalera hacia las aguas que parecen tener un tono celeste cuando se mira hacia las paredes del agujero en el hielo. Primero, uno de los camarógrafos, a quien le hacemos llegar el montaje de aluminio oscuro con la cámara y las luces usando una cuerda; luego, el segundo camarógrafo, que después me dejaría asomar en una pequeña pantalla al paisaje oculto bajo las aguas. Después, la bióloga marina. Y, finalmente, Adam desaparece en el agua dándome la señal de que todo está bien con su pulgar hacia arriba.

Estoy sentado junto al agujero esperando a que vuelvan los buzos. Un tirón en la cuerda de manila me indica que tengo que halarla para traer las muestras a la superficie. Las chicas de los gusanos aparecen tras de mí justo antes de que el balde emerja con el fango marrón en el que yo no distingo a ninguna criatura, pero donde ellas esperan encontrar el sujeto de investigación que las mantendrá ocupadas durante las siguientes décadas.

La cuerda y el balde son la metáfora perfecta de la investigación, un hilo de Ariadna que seguimos para salir de un laberinto de oscuridad. En las aguas heladas bajo mis pies, tres humanos ven el fondo del mar florecido por erizos de mar, anémonas translúcidas que parecen bailar en la corriente, enormes esponjas amarillas que se abren como abanicos y una infinita constelación de estrellas de mar sobre el lecho marrón que se extiende hasta donde el ojo puede ver. Pero esas no eran las estrellas que yo venía a buscar en el confín del mundo.

La cuerda que yo sigo para salir de mi laberinto está atada a un globo que lleva a un telescopio a una altitud tres veces mayor que la que alcanza un vuelo comercial para ver la luz que no logra llegar a la superficie del planeta. Había pasado la mayoría de los últimos cuarenta días ensamblando y probando ese telescopio junto con mis compañeros. Había recorrido con mis dedos cada una de las junturas que había diseñado para sostenerlo. Había acariciado los paneles de poliéster y aluminio que lo iban a proteger del sol. Lo había admirado tantas veces que se me aparecía y me hablaba en mis sueños. Pero hoy yo era el asistente en la pesca de gusanos en el mar de Antártida.

Ahora que el telescopio estaba casi listo, solamente el mar podía contener la ansiedad que me embargaba. Por eso, convencí a los buzos para que me dejaran acompañarlos. Solo el mar oculto bajo el hielo podía liberar mi mente de la anticipación del vuelo, de las expectativas, de los caminos no tomados. Al volver a contemplar las aguas encontré mi camino de regreso, no físicamente, como lo habían hecho las focas y las ballenas, sino mentalmente, al origen.

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