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Todo el mundo piensa que soy una mujer independiente y feliz pero soy adicta a todo y estoy en la ruina

Todo el mundo piensa que soy una mujer independiente y feliz pero soy adicta a todo y estoy en la ruina

Ahora sé que todo empezó por mi padre. Me lo ha explicado mi psicólogo. Él siempre vivió por encima de sus posibilidades. Llevábamos una vida de ricos cuando en realidad su empresa estaba en quiebra. Pedía dinero a todo el mundo e incluso llegó a cometer estafas. Y yo aprendí a vivir así. Para mí lo normal, desde muy joven, era tirar de visa para irme de compras, salir de copas, irme de viaje e invitar a todo el mundo como si me sobrase el dinero. En mi armario se acumulaba la ropa con las etiquetas puestas, tenía abrigos, bolsos, zapatos, joyas, cremas, maquillajes… que no me podía permitir. Cuando me cancelaban una visa, iba a otro banco a pedir otra. Tenía tarjetas de crédito de todo tipo de tiendas para poder comprar a plazos. Cuando cobraba, y llegué a ganar mucho dinero trabajando como consultora, todo desaparecía inmediatamente de la cuenta.

Me mantuve en un engañoso equilibrio durante años. El trabajo era entonces mi mayor adicción. No tenía problema en quedarme las horas que hiciera falta, incluso en fin de semana, incluso cuando me casé y tuve un hijo. Me gustaba, me hacía sentir alguien. Por supuesto, también era una “workalcoholic”. Ahora tengo otras muchas otras adicciones, pero estoy arruinada. Debo dinero a mucha gente. El único que sabe mi situación real, la económica, la otra no, es mi ex marido, porque llegó un momento en que ya no sabía qué contarle cuando llamaban del colegio o del seguro médico por impago. Porque ya ni podía ingresar dinero en la cuenta común que tenemos para el niño. Él es abogado, y no sé si por el niño o por pena, se ha hecho cargo de la situación e incluso me ha ayudado a declararme insolvente para evitar un proceso judicial por impago…

Mucha gente ha intentado ayudarme. De hecho, tuve una pareja más joven que yo que era un encanto y que trataba a mi hijo de maravilla. Le cuidaba mientras yo me quedaba hasta las tantas en el trabajo, incluso cuando salía con mis amigas. Pero al año de estar conmigo empezó a sospechar que yo tenía un problema, o muchos problemas… Porque a él también empecé a pedirle dinero. Y, por supuesto, empezó a parecerle raro que la ropa se amontonara en los armarios y no se pudieran ni cerrar, que tuviera burros en todas las habitaciones de la casa y que siempre llegara con bolsas y bolsas de ropa.

También empezó a sospechar que bebía demasiado, porque muchas veces después del trabajo me iba a tomar algo con mis compañeros (siempre invitaba yo) y volvía a casa oliendo a alcohol, diciendo tonterías o con la mandíbula desencajada… y luego me tomaba un Orfidal para dormir. Porque también soy adicta a las pastillas. Intentó hablar conmigo muchas veces e incluso me buscó un psicólogo. Pero yo no mejoraba mucho. Lo que hacía era seguir comprando y esconder las cosas en el maletero del coche, o en el trastero, o en la oficina. En casa, por supuesto, yo era un caos. Era él quien se encargaba de la compra, de la limpieza, de cocinar, de las facturas, y hasta del niño. Hasta que se cansó. Me dio un plazo para que le devolviera el dinero que le debía y se fue de casa. Yo pedí un préstamo para devolverle el dinero. El primero de muchos que luego no pude devolver y que al final hicieron una bola gigantesca.

Mis amigas alucinaban. Siempre ropa y bolso nuevo cada vez que salíamos. Si había una boda, yo llegaba a comprarme hasta tres vestidos por si acaso, que luego se quedaban con la etiqueta puesta en el armario. Si nos íbamos a la Feria de Sevilla, yo me hacía un traje por encargo. Si tenía una cita, me compraba todo nuevo: vestido, zapatos, bolso, ropa interior… Siempre ibala peluquería y a los centros de estética más caros. Al niño no paraba de comprarle ropa y juguetes. En el trabajo, en la hora de la comida, por supuesto, me iba de compras. Igual entraba en Zara que en Gucci. Llego un momento en el que la asistenta me dijo que ya no sabía dónde poner la ropa que planchaba, tenía que colgar varias cosas en cada percha y ni aun así.

Todo el mundo piensa que soy una mujer independiente y feliz pero soy adicta a todo y estoy en la ruina

Pero no podía parar. Porque comprar me hacía sentir bien, pasar la tarjeta me daba una especie de subidón que al poco rato se convertía en culpa, frustración y asco. Porque, en realidad, yo me daba asco. Me veía siempre gorda y fea, aunque apenas comía. Y entonces bebía. Una botella de vino yo sola en casa cuando el niño no estaba. O dos… Y me metía en cualquier aplicación de citas para quedar con un tío y acostarme con él lo antes posible. Me iba a su casa o venía él a la mía. Muchas veces borracha y muchas veces aceptando cosas que después me hacían llorar de asco y de vergüenza. Porque, además, nunca me llamaban para una segunda cita. Muchos eran casados. También me acosté con la mayoría de mis compañeros de trabajo, y con mis jefes, y con clientes… ya he perdido la cuenta. A veces también consumía cocaína.

Pero había un vacío en mí que no se llenaba con nada. Y que se hizo más grande aun cuando tuvimos que ingresar a mi padre, arruinado y desahuciado por una enfermedad neuro degenerativa en un centro especial. Solo, enfermo, sin casa, sin dinero, sin amigos… lo había perdido todo. Porque mi madre, por supuesto, se había separado de él hacía muchos años. De todos mis hermanos, que le odiaban, yo era la única que le visitaba de vez en cuando. Y cada vez que salía de allí, de verle consumido como un vegetal, yo sentía un dolor terrible en el estómago. Porque en el fondo pensaba que iba a acabar igual que él, porque yo era igual que él… Un fraude, una mentira.

Las cosas se me fueron de las manos cuando me embargaron la cuenta por impago de las tarjetas y de las letras del coche que me había comprado. Estaba desesperada. No tenía ni dinero para hacer la compra cuando tenía al niño. El niño… me da vergüenza hasta decirlo. El único plan que hacía con él era llevarle a centros comerciales a comprarle cosas, a consumir. En casa, se pasaba literalmente todo el día (y a veces la noche) jugando al iPad y a la Play. No tenía ningún tipo de horarios, porque yo tampoco los tenía. Por la tarde, me tomaba un Orfidal y me metía en la cama porque no podía con mi vida. Por las mañanas, cuando conseguía levantarme, me lo encontraba dormido en el sofá con el iPad encima. Llegaba tarde al colegio, a veces no iba. Ya no podía ni ocuparme de él. Fue entonces cuando hablé con su padre y le conté mi situación económica y anímica, no le hablé de mis otras adicciones… Me llevó al médico de cabecera, que me dio una baja por depresión. Entonces mi deuda superaba los 150.000 euros. Tuve que pedirle dinero a mi madre y a su nueva pareja, a mis hermanos, a mis amigas. Pero nadie tenía tanto como para cancelar toda la deuda, así que mi ex consiguió declararme insolvente. Y se llevó al niño hasta que yo estuviera mejor.

En esa época llegué a estar ingresada en un conocido centro psiquiátrico. Yo estaba perfectamente lúcida y consciente de mi problema, rodeada de gente que estaba muy, muy mal, con ataques violentos, gritando todo el día. Aun así, fue el mejor mes que pasé en muchos años. Porque no tenía ninguna responsabilidad. No tenía que enfrentarme a ninguno de mis problemas, ni a la deuda económica que no sólo no podía pagar sino que no hacía más que engordar. No me dejaban tener móvil, ni dinero, ni casi objetos personales. Y eso me produjo una sensación inmensa de paz y tranquilidad. Sólo tenía que comer, descansar, dormir, hacer pilates y participar en las sesiones de terapia grupal e individuales con mi psiquiatra. Estaba feliz, quería quedarme allí para siempre, escapar de mi realidad. Pero me dieron el alta y tuve que volver a mi vida, a la pesadilla de cada día. Y sin trabajo, porque nada más incorporarme me despidieron. Y se cumplió otro de mis terrores: tuve que dejar mi piso e irme a casa de mi madre, con la que me llevaba y me llevo a matar. Porque sigo aquí.

Desde hace unos meses tengo otro trabajo. Con más de veinte años de experiencia en mi sector y ganando siempre un sueldazo, gano una miseria. Y de lo que cobro, una parte se la lleva directamente Hacienda por el embargo y con la otra, sigo comprando, aunque sea en los chinos. Y bebiendo cuando no tengo al niño. Y quedando con hombres que sólo quieren acostarse conmigo. De puertas para fuera la gente que no me conoce piensa que soy una mujer felizmente separada, independiente y súper segura de sí misma a la que le va muy bien. Que va siempre monísima vestida, que no para de tener citas con tíos interesantes y que estoy encantada con mi vida. Las pocas amigas de verdad que me quedan ya (porque a todas las aparté cuando descubrían mi problema e intentaban ayudarme) y mi familia sabe que tengo muchos problemas, que soy un fraude, que no tengo donde caerme muerta. Como mi padre. Sólo mi madre sigue ahí. Y aunque no se lo digo, y aunque nos llevamos mal, la quiero y la necesito. Gracias a ella y al niño sigo en pie y no me tomo todo el bote de pastillas.

Sigo en terapia y a veces siento que estoy mejorando. Porque ya no me importa tanto mi aspecto, ya no necesito llevar cosas de marca para sentirme segura, paso más tiempo con mi hijo y estoy consiguiendo que los dos tengamos unos horarios más normales. Pero en el fondo pienso que voy a terminar arruinada (que ya lo estoy) y sola, en un centro en el campo para personas desahuciadas, como mi padre. Un lugar al que nadie querrá ir a verme, ni mi hijo, porque cuando sea mayor y tenga que hacer terapia por los traumas que le causé, me odiará, no querrá saber nada de mí… Y lo entenderé, aunque en mí sigue estando la esperanza de salir un día de este pozo oscuro en el que yo misma me he metido y conseguir ser una madre, una hija, una amiga, de la que todos los que me quieren y me siguen ayudando no tengan que avergonzarse. Porque en el fondo, aunque siempre pagaba todo, ya fuera el capricho más innecesario y absurdo, yo me avergonzaba de mi padre.

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