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Edad Media: una época solo medianamente apestosa

Edad Media: una época solo medianamente apestosa

Costumbres

Las costumbres higiénicas medievales estaban muy lejos de las actuales, pero no tanto como lo pinta el tópico

Isabel Gómez Melenchón

Blanca y radiante va la novia con su ramo de flores… olorosas. Las malas lenguas de la historia, esas que presentan la Edad Media como una era de brutos malolientes, sitúan el origen de la tradición del ramo nupcial en el tufo que destilarían las contrayentes de aquellas épocas: la fragancia de las rosas y demás ayudaría a mitigar el pestazo en tan importante día. Tan importante que la costumbre de celebrar las nupcias en primavera también nos vendría de entonces, porque el baño anual tenía lugar en mayo y así los novios llegarían aún fragantes al altar…

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Tal vez episodios como el de Alfonso VI ayudaron a crear esta leyenda negra sobre la aversión medieval a los baños, que se extiende a toda Europa. Sin embargo, el propio Alfonso X respetó los establecimientos de aguas tomados en la conquista musulmana, por sus propiedades medicinales; en general, en la península ibérica y tras la conquista cristiana se mantuvieron los baños, habituales entre musulmanes y judíos.

De Carlomagno se dice que era tan aficionado a las aguas termales que por ello hizo construir su residencia en Aquisgrán, conocida por sus manantiales. Los médicos medievales recomendaban el baño para condiciones tan distintas como un resfriado o las piedras en el riñón; únicamente advertían contra su uso durante las epidemias, porque supuestamente abría los poros, lo que facilitaría la entrada de la enfermedad. Posiblemente esta reticencia a los baños en plena peste esté en la base de la nuestra visión sobre la higiene en la Edad Media, que se remonta a la Ilustración.

Los médicos recomendaban el baño, lavarse el pelo al menos cada tres semanas y la depilación y el afeitado

Pero la realidad era que no sólo se recomendaba la limpieza corporal, sino también del pelo, al menos cada tres semanas, con agua y hierbas medicinales; también se peinaba cada día, a veces con polvos hechos de pétalos de rosa, e incluso se recomendaba la depilación del vello y el afeitado. Y por las mañanas disponían de una vasija o aguamanil para lavarse la cara y las manos.

Los que se lo podían permitir, sin embargo, recurrían a los baños, que mayoritariamente se tomaban de noche; Juan I de Inglaterra, en el siglo XII, viajaba siempre con una especie de bañera y un sirviente para que le ayudara en este menester y llevó a tomar nada menos que diez baños en seis meses; su descendiente, Eduardo III, compró en 1351 una grifería especial para su cámara de baño en Westminster, que disponía de agua fría y caliente.

Los no tan afortunados, es decir, el pueblo, disfrutaba de este placer cuando podía: se sabe que en París sobre el 1200 había al menos 32 baños públicos, más según la estudiosa Régine Pernoud de los que había en 1950, y los retretes en las ciudades estaban más desarrollados que en el siglo XVIII. De hecho, en sus escritos el filósofo Alexander Neckham, que estudió en la escuela de Petit Point en París entre 1175 y 1182, se quejaba de los gritos de “Los baños están calientes” con que continuamente lo molestaban desde la calle. El jabón era ampliamente utilizado en toda Europa desde el siglo IX, que ya es decir.

No, el problema con los baños en la edad media no tenía nada que ver con la higiene, sino con la promiscuidad, supuesta o real. Ya en el siglo XVI, el fraile Luis de Escobar afirma en su obra Las respuestas quinquagenas que en los baños “los sanos se recreaban y los dolientes sanaban”, pero “más también hay grandes males que del mucho uso resultan, que los que en ellos se juntan, hacen pecados mortales, que se hacen lujuriosos, delicados y viciosos”. Et voilà, fin del misterio. Los baños podían convertirse en una tentación moral, ya que en muchos lugares los tomaban juntos hombres y mujeres, con las consecuencias que no es difícil imaginar.

Las reticencias al baño en la Edad Media tenían que ver sobre todo con la promiscuidad

Por eso, otro de los motivos por los que algunas personas renunciaron a los baños en particular y a la higiene en general era la obsesión religiosa. Si la limpieza resultaba placentera, ¿qué mejor para purificar el cuerpo, y sobre todo las intenciones, que evitarla? Porque la suciedad era (es) el caldo de cultivo de muchos y variados gérmenes, pero también de parásitos entre los que destacaban y destacan piojos, chinches y pulgas.

Por eso, repetimos, encontramos casos como el de Santa Margarita de Hungría, que se negaba a lavarse el pelo para que los piojos la martirizaran, o el de Thomas Beckett: cuando fue asesinado, los monjes que prepararon su cuerpo para el entierro descubrieron que su ropa interior estaba llena de piojos y pulgas, algo que fue interpretado como una especie de penitencia. Y tampoco hay que atribuir la presencia de bichos como un signo de suciedad buscada, ya que la mayor parte de la población europea dormía en jergones de paja, muy propensos a desarrollar estos huéspedes tan poco buscados.

Pero la gente normal, la que no había caído en el aquel sinsentido pietista, se lavaba la ropa. Bien es cierto que los más pobres a veces disponían de una única muda, la que llevaban puesta, pero a poco que se hicieran con una camisa o calzones extras procuraban irlos lavando, tarea que se adjudicaba a las mujeres. Y con tanta dedicación se empleaban en la labor que para quitar bien la suciedad utilizaban cenizas de madera y orina, y la apaleaban con barras de madera después de sumergirla en tinas, en la orilla de los ríos o lavaderos, una escena que se ha podido ver en nuestros pueblos hasta no hace tanto.

Los baños, la ropa, el pelo… y los dientes. Nuestros hombres y mujeres medievales eran conscientes de la importancia de una buena y sana dentadura, y abundaban los consejos para cuidarla y no tener que terminar en la barbería. Gilbert el inglés, un médico del siglo XIII, recomendaba frotarse los dientes con polvos hechos de hierbas, como la menta, también que se secaran los dientes después de comer con un paño de lino seco, “para que no se pegara la comida y se produjera podredumbre”.

Miel, sal quemada y vinagre era una de las combinaciones aconsejadas para lavarse los dientes

En Gales la costumbre era limpiarlos con brotes de avellano y secarlos y frotarlos hasta que brillaran, y en la Península Ibérica se solía utilizar para su higiene un trapo de lino seco y cenizas de romero. Fue sin embargo un cirujano francés, Guy de Chauliac (1300-1368), quien más y mejor se dedicó a la dentadura de sus contemporáneos: sus recomendaciones van desde evitar los alimentos de fácil tendencia a la putrefacción a su limpieza con una mezcla de miel, sal quemada y una pizca de vinagre.

El cuidado corporal no se detenía ahí, sino que llevaba hasta los olores. Existen numerosos tratados, recetarios y costumbres para evitar la fetidez corporal. Trota de Salerno, médica italiana de mediados del siglo XI, recomendaba a las mujeres cuya transpiración era demasiado intensa que se limpiaran con "un paño humedecido en vino, en el que se habrían hervido hojas de arándanos y moras”. Sí, en plena Edad Media se preocupaban por que el sudor no fuera pestilente y lo hacía un médico, mujer, para más señas. ¿Cómo se les ha quedado el cuerpo?

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