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El fin de la basura

El fin de la basura

En Amsterdam conocí a un hombre que me reveló las corrientes ocultas de nuestras vidas: el flujo ingente de materias primas y productos utilizados, con efectos tan maravillosos como nocivos, por 7.700 millones de seres humanos. Nuestro metabolismo colectivo, podríamos decir. Era una mañana otoñal, fría y despejada, y yo estaba sentado sobre un magnífico montón de viejos ladrillos en el Oosterpark, un palacio de pasillos curvos, escalinatas espléndidas y torretas inútiles. Hace un siglo, cuando los holandeses todavía extraían café, aceite y caucho de su colonia indonesia, se erigió este edificio para dar sede a un instituto de investigación colonial. Hoy alberga diversas organizaciones dedicadas a mejorar el mundo. Marc de Wit trabaja en una de ellas: se llama Circle Economy y forma parte de un activo movimiento internacional que se ha propuesto reformar la que ha sido nuestra manera de hacer las cosas en los últimos dos siglos.

De Wit, de 39 años y titulado en química, abrió un folleto y desplegó un diagrama que llamó «una radiografía de la economía global». A diferencia de los ecosistemas naturales, que funcionan en ciclos –las plantas crecen en el suelo, los animales se comen las plantas, sus heces reabonan el suelo–, la economía industrial es en gran parte lineal. En el diagrama, gruesas corrientes coloreadas de los cuatro tipos de materia prima (minerales, menas, combustibles fósiles y biomasa) corrían de izquierda a derecha, escindiéndose y trenzándose al transformarse en productos que satisfacían siete necesidades humanas. La arena se convertía en el hormigón de los edificios construidos en seis continentes. Los minerales metálicos se transformaban en buques, automóviles y también en cosechadoras: en un solo año cosechamos 20.100 millones de toneladas de biomasa solo para alimentarnos. Los combustibles fósiles propulsaban esos vehículos, nos daban calor, se convertían en plástico, se transformaban en todo tipo de cosas. El volumen total que había llegado a los mercados en 2015 ascendía a 92.800 millones de toneladas.

Hasta ahí, todo correcto; incluso estupendo, si eres de los que se admiran ante el ingenio y la capacidad de trabajo del ser humano. El problema llega después, a partir del momento en que nuestras necesidades quedan satisfechas: de hecho, ahí asoma la cabeza la madre de todos los problemas medioambientales. De Wit me señaló la niebla gris que ocupaba el extremo derecho del diagama. Esa niebla gris es la basura.

En 2015, me explicó, unos dos tercios del material que arrancamos al planeta se nos escaparon entre los dedos de las manos. Se perdieron más de 61.000 millones de toneladas de recursos obtenidos con esfuerzo, casi siempre dispersados en el medio ambiente sin posibilidad de recuperarlos jamás. La basura plástica fue a parar a ríos y océanos; otro tanto ocurrió con los nitratos y fosfatos arrastrados desde los cultivos abonados. Un tercio de todos los alimentos se pudrió, al tiempo que se deforestaba la Amazonia para producir más. Piense en un problema medioambiental: lo más probable es que tenga que ver con la basura. El cambio climático inclusive: si existe, es porque quemamos combustibles fósiles y tiramos los desechos –el dióxido de carbono– a la atmósfera.

Sonará ridículo, pero esa mañana, mientras De Wit me explicaba las cifras, viví un momento revelador. Había una claridad unificadora y excitante en aquel diagrama, en su manera de delinear la tarea. Pues sí, decía, sin duda nos enfrentamos a amenazas variopintas y apabullantes. De acuerdo que son peligros a escala planetaria. Pero, vamos a ver, para seguir viviendo en esta Tierra, basta con que hagamos una cosa: dejar de malbaratarla. De Wit me señaló una flecha fina que retrocedía en curva, de derecha a izquierda, a lo largo de la base del diagrama: representaba todo el material que habíamos logrado capturar por la vía del reciclaje, el compostaje y demás. Solo eran 8.400 millones de toneladas: apenas el 9 % del total.

Esa «brecha de circularidad», tal y como la denominaron De Wit y sus colegas cuando en 2018 presentaron su informe en el Foro Económico Mundial de Davos, es relativamente novedosa en la historia de la humanidad. Surgió cuando empezamos a dar un uso industrial a los combustibles fósiles en el siglo XVIII. Hasta entonces la mayoría de las actividades humanas tiraban de fuerza muscular, tanto de animales como de personas. Cultivar, fabricar y transportar cosas exigía grandes dosis de trabajo, lo que daba a esas cosas un gran valor. Nuestra limitada energía física también restringía el impacto que podíamos ejercer sobre el planeta. Cierto es que también se traducía en un pauperismo generalizado.

La energía fósil barata cambió el panorama. De pronto resultaba mucho más fácil extraer materias primas en cualquier lugar, trasladarlas a las fábricas y despachar la mercancía a donde fuese menester. Los combustibles fósiles dispararon nuestras posibilidades, y el proceso sigue intensificándose hoy. En los últimos 50 años, mientras la población del mundo se ha duplicado de largo, la cantidad de material que se mueve en la economía se ha triplicado con creces. «Ahora estamos alcanzando los límites», dijo De Wit.

Durante ese mismo medio siglo los ambientalistas se han dedicado a advertirnos acerca de los límites del crecimiento. El nuevo movimiento en defensa de la «economía circular» es distinto. Se basa en una serie de estrategias –algunas con solera, como la filosofía de reducir, reutilizar, reciclar; otras innovadoras, como alquilar en vez de poseer– que en conjunto pretenden reformar la economía global para eliminar la basura. La economía circular no busca poner fin al crecimiento; quiere devolver nuestra manera de hacer las cosas a la armonía con la naturaleza, precisamente para que ese crecimiento pueda continuar. «Prosperidad en un mundo de recursos finitos», tal y como lo expresó en su día el comisario europeo de Medio Ambiente, Janez Potočnik, en el prólogo de un informe de la Fundación Ellen MacArthur. El informe afirmaba que la economía circular podría ahorrar a las empresas europeas hasta 630.000 millones de euros al año.

La idea está prendiendo, sobre todo en Europa, un continente pequeño, abarrotado de gente y rico, pero pobre en recursos. La Unión Europea está invirtiendo miles de millones de euros en esta estrategia. Los Países Bajos se han comprometido a alcanzar la circularidad total antes de 2050. Amsterdam, París y Londres tienen sus respectivos proyectos. «No hay alternativa», afirmó Wayne Hubbard, jefe de la Comisión de Residuos y Reciclaje de Londres, cuando le pregunté si creía que la economía circular era factible.

Una persona que la cree totalmente factible, y cuya obra ha abierto los ojos de muchos, es el arquitecto estadounidense William McDonough. Junto con el químico alemán Michael Braungart, escribió el visionario libro de 2002 Cradle To Cradle (De la cuna a la cuna), donde se defiende que es posible diseñar los productos y procesos económicos de tal modo que todos los desechos se conviertan en la materia prima de subsiguientes productos y procesos. Antes de partir hacia Europa, peregriné hasta Charlottesville, en Virginia, para verme con McDonough. La conversación saltó de su infancia en Tokio a unos nuevos vaqueros compostables que lo tenían entusiasmado, pasando por Platón, Aristóteles y Buckminster Fuller, hasta que por fin logré plantearle la acuciante pregunta: ¿es todo este discurso sobre el fin de la basura un brindis al sol?

«Totalmente. Puede estar usted bien seguro –dijo McDonough–. Y menos mal, porque necesitamos brindis al sol para seguir avanzando. Acuérdese de lo que dijo Leibniz: "Si es posible, entonces existe". Y yo digo: "Si podemos hacer que exista, entonces es posible"».

¿Era una tautología? ¿De verdad había dicho eso Leibniz? Como mínimo, daba que pensar. Poco después llevé a arreglar mi maltrecho trolley de viaje (un gesto muy circular comparado con comprar otro), metí los vaqueros con certificado Cradle to Cradle (C2C) que me regaló McDonough y partí, decidido a averiguar qué pruebas de la existencia de la economía circular lograba encontrar.

Metales

Las primeras brechas de nuestra circularidad natural son en realidad anteriores a la Revolución Industrial del siglo XVIII. Los romanos fueron pioneros de un peliagudo invento: el alcantarillado. En otras palabras, canalizaban hacia los ríos los excrementos humanos en vez de retornarlos a los campos, que, como le explicará encantado cualquier experto en circularidad, son su destino natural. En los años cincuenta, cuando era pequeño y vivía en Tokio, McDonough se despertaba por las noches con el ruido de los campesinos que recogían las aguas negras de la familia.

Los romanos, como hicieran antes los fenicios, también extraían cobre de los ricos depósitos del río Tinto andaluz. Pero al mismo tiempo reciclaban: fundían las estatuas de bronce de los pueblos que conquistaban para fabricar armas. El cobre siempre ha sido muy buscado por los recicladores. Comparado con las aguas fecales, es escaso y valioso.

En el patio de la fundición de cobre Aurubis de Lünen, en la cuenca alemana del Ruhr, un gran busto de Lenin se yergue en un parterre, recuerdo de los incontables Lenins de bronce fundidos en la planta. Empezaron a llegar de toda la Alemania Oriental comunista a partir de la reunificación de 1990. Aurubis, el primer productor de cobre de Europa, es también el mayor reciclador de cobre del mundo. Cuando se inauguró la planta de Lünen en 1916, en plena Primera Guerra Mundial, había carestía de cobre para fabricar obuses y los alemanes fundían las campanas de las iglesias. «Desde entonces esta planta se ha dedicado exclusivamente al reciclaje», dice su subdirector, Detlev Laser.

El cobre, a diferencia de –pongamos por caso– el plástico, puede reciclarse infinitas veces sin que merme su calidad: es un material circular perfecto. La planta de Lünen sigue procesando cobre al peso, casi siempre tuberías y cables, pero ha tenido que adaptarse a residuos que presentan concentraciones mucho más bajas. A medida que Europa ha ido sustituyendo los vertederos por incineradoras, aparece gran cantidad de escoria con fragmentos de metal, «porque alguien tiró el móvil a la basura» y no lo llevó al punto verde, dice Laser.

El fin de la basura

Con Hendrik Roth, director medioambiental de la planta, vi cómo una excavadora dejaba caer residuos electrónicos (como ordenadores portátiles) en una cinta transportadora inclinada que los conducía a una destructora: era el primero de los más de doce pasos que conformaban el desconcertante y ensordecedor proceso de clasificación. En un puesto, una cinta transportadora corría a toda velocidad cargada de fragmentos de circuitos electrónicos del tamaño de una mano. Algunos caían a un abismo; otros saltaban como por voluntad propia hasta otra cinta superior. Un sistema de cámaras, me explicó Roth, decidía qué fragmento contenía metal; si no lo detectaba, activaba un chorro de aire en el momento exacto para elevarlo.

Aurubis vende el aluminio y el plástico que recupera a las respectivas industrias; el cobre y los demás metales no ferrosos acaban en sus propios hornos. El inmaculado patio se barre todos los días; el polvo recogido va directo a los hornos. «Aquí no se desecha nada», afirma Laser.

En el mundo solo se recicla alrededor de una quinta parte de los residuos electrónicos, apuntaba en 2017 un informe de la ONU. Aurubis incluso recibe remesas procedentes de Estados Unidos. «Pero sí, a veces me pregunto por qué un país tan industrializado renuncia alegremente a unos recursos tan valiosos –dice Roth–. Tienen miles de millones de dólares muertos de risa».

Pero el cobre ejemplifica un reto general: hasta el reciclaje más enérgico tiene un límite. En Aurubis, el cobre reciclado supone tan solo un tercio de la producción; el resto sigue llegando de minas. En el último medio siglo la producción mundial de cobre se ha cuadruplicado, y sigue aumentando. Las tecnologías que necesitamos para desengancharnos de los combustibles fósiles demandan grandes cantidades de cobre; un aerogenerador de grandes dimensiones utiliza unas 30 toneladas.

«La demanda crece –dijo Laser–. Es imposible satisfacerla reciclando». La economía circular exigirá otras estrategias.

Ropa

El logo de la Fundación Ellen MacArthur, un grupo de círculos anidados, destacaba en la sudadera de dame Ellen cuando me reuní con ella en su cuartel general de la isla de Wight. En 2005, a los 28 años, MacArthur circunnavegó el globo en solitario a bordo de un trimarán de 23 metros en un tiempo récord de 71 días y unas horas. Llevaba comida para 72 días. Había peleado con temporales en la Antártida y arreglado un generador estropeado. Llegó a casa con una consciencia visceral de cuán limitados son los recursos.

¿Por qué no se hablaba de aquello?, se preguntaba. Abandonó la vela de competición y fundó una organización que ha hecho más que ninguna otra por fomentar la economía circular, valiéndose de una prelación de estrategias (véase el siguiente diagrama). La mejor es la más sencilla: desecha menos cosas manteniéndolas en uso.

Es un consejo que a menudo se estrella contra los guardarropas de la gente. Entre 2000 y 2015, mientras la población mundial crecía un 20%, la producción de prendas de ropa se duplicó, según un informe de la Fundación Ellen MacArthur, gracias a la explosión de la «moda rápida». Con tanta ropa barata, en 2015 dábamos tres veces menos uso a las prendas. Ese mismo año el mundo tiró a la basura más de 400.000 millones de euros en ropa.

Jorik Boer se gana la vida rescatando parte de esas prendas al frente del Boer Group, una empresa familiar holandesa que echó a andar hace cien años cuando su bisabuelo recogía por las calles de Rotterdam trapos, metal y papel. Hoy, desde su sede de Dordrecht, Boer gestiona cinco plantas en los Países Bajos, Bélgica, Francia y Alemania. En total recogen y clasifican –y revenden para su reutilización o reciclaje– hasta 415 toneladas de ropa desechada al día.

La gente tiene una idea errónea de lo que pasa cuando deja ropa en un contenedor de donaciones, me dijo Boer; cree que las prendas se entregan a los necesitados. Pero lo que suele suceder es que una empresa como Boer compra la ropa donada, la clasifica y la revende en todo el mundo.

«Hace falta muchísima experiencia para saber dónde puedes vender y reutilizar una prenda de ropa», dijo Boer. A través del cristal que tenía a su espalda, veía los movimientos rápidos pero archiensayados de las mujeres que retiraban prendas de las cintas, las examinaban con rapidez y se giraban para lanzarlas a una de las aproximadamente 60 bolsas de clasificación. Cada operaria clasifica casi tres toneladas al día. Han de tener buen ojo, sobre todo para detectar las prendas de calidad –apenas el 5 o 10 % del total–, que reportan el grueso de los beneficios de Boer. En Rusia y Europa del Este, los artículos más preciados –como la ropa interior femenina– pueden llegar a cotizarse a cinco euros el kilo. La mayor parte del material de calidad inferior se remite en fardos de 55 kilos a África, donde se vende a precios tan ínfimos como 50 céntimos el kilo.

En un momento dado Boer escudriñó mi americana gris; yo estaba tranquilo: las manchas de tinta del bolsillo interior no se veían. «Su americana no podemos venderla en ningún sitio. No hay ser humano en el mundo dispuesto a comprarla», dijo alegremente sin que nadie le preguntara. De hecho, añadió, tendría que pagar para que alguien se llevase mi desfasada prenda.

Pero la ropa interior usada sí están dispuestos a comprarla, ¿no? Me había tocado un poco la fibra.

«Es ropa interior usada pero limpia», dijo Boer. La gente no suele donar ropa sucia.

Hoy Boer recibe más prendas de las que puede procesar, casi todas procedentes de Alemania, que recoge el 75 % de la moda desechada. No encuentra suficientes empleados capacitados. En el puesto de clasificación de camisetas me fijé en un hombre de cierta edad. «Es mi padre», me aclaró. Está jubilado, pero sigue echando una mano.

Lo que más preocupa a los Boer es cómo está cambiando la moda. Ahora mismo la empresa revende el 60 % de lo que recoge. Las prendas que siguen en uso y vuelven a llevarse son mejores tanto para Boer como para el planeta, porque evitan reponer el material y la energía invertidos en su confección. «Son las que financian el negocio», dijo. El otro 40 %, la ropa que no quiere nadie, se recicla para hacer trapos o se tritura para fabricar aislantes o relleno de colchones. Una parte se incinera. La fracción reciclada incluye cada vez más prendas de confección barata, destrozadas. Boer pierde dinero en casi todos los casos. La moda rápida, confesó, podría llevar su negocio a la ruina.

Existe una forma de reciclaje que le reporta un modesto beneficio. Boer lleva décadas enviando jerséis y chaquetas de lana y otras prendas de punto a las empresas de Prato, en Italia, que, con medios mecánicos, recuperan fibras largas que luego se transforman en prendas nuevas. El poliéster y el algodón tejido no se pueden reciclar así, ya que las fibras obtenidas son demasiado cortas. Hay media docena de start-ups trabajando en tecnologías de reciclado químico de esas fibras. Para fomentar su desarrollo, Boer cree que la Unión Europea debería exigir que las prendas de ropa nueva contengan, por ejemplo, un 20 % de fibras recicladas. «En 10 años lo veremos en marcha –me dijo–. Es inevitable».

En la Ellen MacArthur me hablaron con entusiasmo de un modelo de negocio diferente que fomenta la circularidad en múltiples sectores económicos y que se basa en alquilar en vez de comprar. Las empresas de alquiler de ropa por internet suponen hoy menos del 0,001 % del mercado mundial de la moda, pero crecen con rapidez.

En teoría, alquilar es más sostenible: si muchas personas comparten la misma prenda, al final nos arreglaremos con menos ropa. En la práctica no está tan claro; es posible que los clientes se limiten a añadir alquileres de lujo a sus armarios, y alquilar también incrementará el embalaje, el envío y la limpieza en seco de las prendas. En un artículo publicado en Elle, la periodista Elizabeth Cline, autora de dos libros sobre la moda rápida, intentaba dilucidar las ventajas y los inconvenientes. «Ponerte lo que ya tienes en el armario es la manera más sostenible de vestirte», concluía.

Alimento

La población no puede adoptar la circularidad por su cuenta; hay que cambiar el sistema en sí. Pero cada elección individual que hacemos tiene su importancia. «La clave es, para empezar, usar menos cosas», asegura Liz Goodwin desde el Instituto de Recursos Mundiales.

En 2008 el Programa de Acción sobre Residuos y Recursos (WRAP, por su acrónimo en inglés), entonces dirigido por Goodwin, hizo uno de los primeros grandes estudios sobre el desperdicio de comida. Esta organización sin ánimo de lucro estudió a más de 2.100 familias británicas que habían accedido a que un equipo de inspectores revisase su basura y pesase hasta el último resto de alimento. «Nos quedamos de piedra –recuerda Goodwin–. Encontramos pollos enteros en su envase». Casi la mitad de las ensaladas y una cuarta parte de las frutas acababan en el cubo de la basura, así como unas 360.000 toneladas de patatas al año. En total, los británicos estaban desechando una de cada tres bolsas de comestibles.

Y resultó que no eran la excepción. En el planeta se desperdicia en torno a una tercera parte de toda la comida, con un coste anual que ronda el billón de dólares, me explicó Richard Swannell, director global de WRAP. Antes de aquel estudio, nadie sospechaba la cantidad de alimento –y de dinero– que se desperdiciaba en Gran Bretaña.

WRAP lanzó una campaña de publicidad de tono informal («Ama la comida, odia el desperdicio»). Colaboró con colectivos femeninos divulgando consejos para no tirar ingredientes. También logró que las cadenas de alimentación adoptasen una serie de medidas sencillas: fechas de caducidad más claras y más largas; envases más pequeños y que pueden cerrarse de nuevo; abandonar las ofertas de 2x1 en los productos perecederos. Eran prácticas de toda la vida que se habían perdido, pero funcionaron. En 2012 el volumen del desperdicio alimentario en Gran Bretaña había caído un 20%.

Ese avance ha ido perdiendo fuelle en los últimos tiempos; de todos modos, nadie ha dicho que el desperdicio de comida vaya a solucionarse solo con sentido común. Quizás haga falta aplicar inteligencia artificial. Desde una fábrica remodelada del distrito londinense de Shoreditch, Marc Zornes, director ejecutivo de Winnow, divulga las bondades de una solución de alta tecnología que su start-up ya ha instalado en 1.300 cocinas profesionales: el cubo de basura inteligente.

Zornes me hizo una demostración en su sala de reuniones con un muslo de pollo de plástico. Cada vez que un cocinero o camarero tira una olla o un plato de comida a un cubo Winnow, una báscula detecta el peso añadido y una cámara toma una foto. El software de IA identifica el residuo recién llegado y muestra su precio en la pantalla.

Zornes afirma que su clientela reduce a la mitad su desperdicio de alimento sistemáticamente al escuchar a sus cubos de basura. Los desayunos bufé son un caso paradigmático, apuntó; casi todo lo que sobra se desecha. «Cuando empiezas a cuantificar el problema, te pones a solucionarlo», me dijo. Desechar algo significa perder beneficios. Yo había franqueado el portalón grafiteado de Winnow con la idea de encontrar mucho ruido y pocas nueces; salí pensando que tenía que hablar de Winnow a mi sobrino, chef en el Ritz-Carlton.

Días después viví una experiencia parecida en Amsterdam cuando visité InStock, un restaurante que prepara alta gastronomía a partir de excedentes alimentarios. En una sala sobria pero de iluminación acogedora, me senté bajo un cartel de madera que llevaba la cuenta de la «comida rescatada»: 780.054 kilos. Una de las fundadoras, Freke van Nimwegen, me contó su historia mientras yo iba dando cuenta de mi menú cerrado.

Van Nimwegen había acabado la carrera de ciencias empresariales hacía dos años y trabajaba en Albert Heijn, la mayor cadena holandesa de alimentación, cuando descubrió el problema del desperdicio alimentario. En su papel de subencargada de tienda se propuso hacer algo al respecto, pero se topó con un muro: los bancos de alimentos aceptarían parte del pan, pero no todos los productos perecederos. En 2014 ideó el concepto de InStock junto con dos colegas y convenció a la empresa para que se implicase. De un local efímero han pasado a gestionar el restaurante en el que hablábamos y otros dos, en Utrecht y La Haya.

«No es que nosotros soñáramos con fundar una cadena de restaurantes –dijo–. Lo que queríamos era hacer algo con el desperdicio de comida».

Me trajeron el plato principal: ganso frito a la Kentucky. «Vigile: puede haber perdigones en la carne», me advirtió la camarera. El aeropuerto de Schiphol, me explicó Van Nimwegen, tiene contratados cazadores para que disparen a los gansos silvestres que podrían estropear los motores de los aviones. Antes incineraban a las aves abatidas; ahora se las llevan al restaurante. El ganso frito estaba algo correoso, pero sabroso y sin perdigones. Con un chutney de berenjena y un coulis de pimiento rojo, entraba de maravilla.

Los cocineros de InStock improvisan con lo que les llega. Los ingredientes proceden de la cadena Albert Heijn, pero también de productores directos, entre ellos agricultores. «Es muy fácil echar la culpa al supermercado –dijo Van Nimwegen–. Pero la cadena de suministro al completo, incluido el cliente, quiere que haya de todo en stock. Si lo piensa bien, estamos muy consentidos. Las empresas no nos quieren vender un "no", así que siempre tienen un poco demasiado de todo».

En 2018 InStock empezó a abastecer de alimentos excedentarios a otros restaurantes. Hoy la prioridad de Van Nimwegen es firmar contratos de suministro con comedores de empresa. «Lo más importante para nosotros es sumar volumen –dijo–. En estos centros comen miles de empleados». Los holandeses han logrado reducir el desperdicio de comida un 29 % desde 2010, según un informe del Gobierno, más aun que los británicos.

De postre me sirvieron frutos rojos cocidos en vino tinto aprovechado de las botellas que llevaban tiempo abiertas en el bar. La cuenta llegó acompañada de dos frutas deformes. Me las guardé para completar las comidas que me proponía rescatar del desayuno bufé y, sintiendo una agradable combinación de toma de conciencia y estómago lleno, monté en la bici y volví al hotel.

Oportunidades

Salir de la trampa en la que hemos caído con la economía lineal y volver a una economía a imagen y semejanza de la naturaleza va a exigir grandes cantidades de «pensamiento divergente», por usar el término psicológico. En Copenhague me detuve a admirar la nueva incineradora municipal, que quema basura para obtener energía y sin duda se aparta de la norma: la cubierta tiene una pista de esquí que funciona todo el año. Pero en realidad me dirigía al vecino puerto de Kalundborg, una suerte de icono de la economía circular.

Al llegar me senté en una sala de reuniones que alojaba a los directores de 11 plantas industriales, todas ellas pertenecientes a distintas empresas, que han forjado un vínculo poco habitual: utilizan las unas los desechos de las otras. El presidente del colectivo, Michael Hallgren, dirige una planta de Novo Nordisk que fabrica la mitad de la insulina del planeta y que, junto con su cofilial, Novozymes, desecha 300.000 toneladas de levadura. Ese desecho se lleva en cisternas a una planta de bioenergía en la que los microbios lo convierten en biogás suficiente para dar servicio a 6.000 hogares y fertilizante para abonar cerca de 20.000 hectáreas. Es tan solo el último de los 22 trueques de residuos –agua, energía o materiales– que componen la Simbiosis de Kalundborg.

Surgió por casualidad, dijo Lisbeth Randers, coordinadora municipal de la simbiosis industrial; fue cuajando a lo largo de cuatro décadas a base de sucesivos acuerdos bilaterales. Una empresa de tabiques prefabricados se instaló allí en parte porque el gas residual que aportaba la refinería de petróleo estaba disponible como fuente de energía a buen precio; más adelante consiguió yeso de la vecina central térmica de carbón, que lo produce captando el dióxido de azufre del humo que emite. Nada de lo anterior se puso en marcha por motivos medioambientales, pero a la hora de la verdad, dijo Randers, la Simbiosis de Kalundborg recorta las emisiones de dióxido de carbono en 635.000 toneladas al año, al tiempo que ahorra a los participantes casi 25 millones de euros.

En los campos de Westfalia, tierra alemana de un célebre jamón y –no por casualidad– de una gran población de cerdos, conocí a una mujer que, sin tener estudios de ingeniería, ha diseñado una solución a escala industrial para uno de los problemas más graves de la región: el exceso de purines. Los nitratos filtrados desde los cultivos sobrefertilizados han contaminado las aguas subterráneas en el 25 % del territorio alemán. Un ganadero típico de la periferia de Velen, donde me entrevisté con Doris Nienhaus, puede gastarse 36.000 euros al año en llevar en camiones casi 2.000 metros cúbicos de purín a más de 150 kilómetros de distancia para depositarlos en campos todavía sin sobreabonar. «Tarde o temprano eso será económicamente inviable», afirmó Nienhaus.

Su solución es crear una planta de extracción de los nutrientes básicos –fósforo, nitrógeno y potasio– del purín. Nienhaus, que trabajó en la federación agrícola regional y ha criado cerdos, convenció a 90 ganaderos para que invirtiesen 7,6 millones de euros. El purín de sus explotaciones es digerido por microbios y el biogás resultante alimenta un generador que abastece de electricidad a la planta; el excedente se vende a la red. Unas centrifugadoras de alta velocidad, un polímero de diseño propio y una serie de hornos separan la papilla del digestor en un líquido oscuro, rico en nitrógeno y potasio, y una ceniza que se compone de fósforo en un 35 %. Todo ello se venderá; la planta no generará residuos, me dijo Nienhaus. Cuando la visité, estaba en fase de pruebas. Nienhaus me mostró su primera hornada de fósforo en un platillo blanco, como si hubiese descubierto pepitas de oro.

Hubo un tiempo en el que todos los agricultores y ganaderos trabajaban con economía circular: solo tenían el ganado que podían mantener con sus tierras y los animales no excretaban más de lo que podía absorber ese suelo. La ganadería industrial rompió el ciclo. Hace unos años pasé un tiempo en una finca de engorde de vacuno en Texas; ahí empecé a pensar en la economía circular. Vi cómo unos trenes de 110 vagones cargados de maíz producido en Iowa llegaban a Hereford, Texas, y vi en el cebadero las montañas de estiércol que iban a trasportarse a las explotaciones agrícolas de la zona. ¿Y no sería mejor devolverlas a Iowa para abonar el maíz?, pregunté. Sale muy caro, me contestaron. Pero si allí hubiese una central como la de Nienhaus, solo habría que transportar los nutrientes extraídos. Quizá podría recomponerse de nuevo el círculo.

Cuando en 2006 Eben Bayer ideó su invento, estudiaba ingeniería en el Instituto Politécnico Rensselaer de Troy, en Nueva York. Estaba matriculado en una asignatura de invención, en la que le enseñaban a usar el pensamiento divergente, y el problema que tenía en mente eran los adhesivos tóxicos que llevan el aglomerado y la fibra de vidrio. Criado en una granja de Vermont, había pasado horas echando virutas de madera a un horno para elaborar sirope de arce. Muchas veces las virutas se pegaban entre sí, colonizadas por el micelio, el conjunto de hifas que conforman la raíz de los hongos. Bayer se preguntaba si podría fabricarse un adhesivo inofensivo con aquello.

El primer producto que creó con su socio, Gavin McIntyre, en la empresa que fundaron, Ecovative Design, fue un embalaje. Inocularon pequeñas cantidades de micelio en fibras de cáñamo molido o virutas de madera, y las minúsculas hifas blancas unieron los espacios entre las partículas, adhiriéndolas entre sí. Descubrieron que podían cultivar este material en moldes de cualquier forma. Deja de crecer en cuanto lo deshidratas; y cuando ya no lo necesitas, puede compostarse. En los últimos diez años Ecovative ha fabricado más de 450.000 kilos de embalajes para unos clientes dispuestos a pagar un poco más para ser sostenibles.

Últimamente han dado un paso más: producen artículos fabricados con hongos al cien por cien. En el suelo, el micelio crece formando capas de redes de filamentos, pero cuando entra en contacto con el aire, pasa a formar hongos. Ecovative ha descubierto cómo engañar al micelio para que adopte un patrón de crecimiento híbrido, superponiendo microcapas sólidas. «Es como una impresora 3D biológica», explica Bayer. Con financiación de inversores, Ecovative está ampliando un laboratorio para averiguar cómo cultivar todo tipo de objetos –suelas de zapato, cuero vegano, fibras comestibles para dar textura a los bistecs artificiales– con micelio. En 2018 la diseñadora Stella McCartney creó un bolso con este material.

En la visión de la cuna a la cuna de McDonough y Braungart, los residuos ni siquiera existen como concepto. Todos los materiales son, una de dos, «nutrientes tecnológicos» bien diseñados, susceptibles de reciclarse ad infinitum, o bionutrientes comestibles o compostables. Bayer comparte esa visión, pero apuesta a que el futuro transitará por caminos biológicos. «Los materiales bioderivados casan por definición con el funcionamiento de la Tierra –dice–. La Nave Tierra puede digerirlos».

Más allá del bien y del mal

Que generemos basura a espuertas no significa que seamos malvados. Significa que somos un poco tontos. Así me lo hizo saber Michael Braungart cuando nos vimos en Hamburgo. Braungart empezó su carrera como activista de Greenpeace, y en el ínterin ha desempeñado labores de consultoría para una larga lista de empresas. «Peleamos contra un legado cultural surgido de creencias religiosas utilizando como herramienta el concepto de la cuna a la cuna», me dijo, refiriéndose a los monoteísmos. El legado que han trasladado al ecologismo, dijo, es la idea de que la naturaleza es buena y los seres humanos, por los efectos que ejercemos sobre ella, inherentemente malos: como mucho podemos limitar el daño causado. Braungart cree que se trata de una perspectiva errónea y conformista. Es un ambientalista que, como los químicos e ingenieros, está convencido de que podemos mejorar la naturaleza. En una ocasión diseñó un envoltorio para helados biodegradable que llevaba incorporadas semillas de flores silvestres; desecharlo creaba belleza.

En las afueras de Amsterdam visité un parque de oficinas de nueve hectáreas diseñado por el estudio de McDonough y construido con materiales en cuya selección participó Braungart. A falta de un tercio de la obra, el llamado Park 20/20 es ya un parque de oficinas verde y agradable. Las fachadas son variadas y originales; los espacios, luminosos y acogedores; la energía, renovable; las aguas residuales se tratan y reciclan in situ. Una de sus características más espectaculares no salta a la vista: en lugar de las habituales placas prefabricadas de hormigón, los suelos de los edificios son más finos y huecos, recorridos por vigas de acero. Así se habilitan siete plantas donde normalmente solo habría seis, y se ahorra un 30 % de material.

En invierno, el agua caliente del canal vecino, almacenada bajo tierra desde el verano anterior, recorre el suelo por tubos de calefacción radiante; en verano, el agua fría reservada del canal el invierno anterior recorre el techo por tubos de climatización. Y, a diferencia de las placas de hormigón, las secciones prefabricadas de suelo-techo están diseñadas para ser desmontadas y reutilizadas en caso de que haya que reconfigurar o demoler la edificación. Los edificios del Park 20/20 son «bancos de materiales», cuando lo habitual es que los materiales de construcción constituyan el grueso de lo que acaba en los vertederos.

En el despacho de McDonough, mientras me hablaba sobre Leibniz y un mundo de posibilidades, mis pensamientos recalaron en una vieja película titulada Diner, que conozco mejor que al filósofo. «Si no tienes buenos sueños […], tienes pesadillas», dice el personaje interpretado por Mickey Rourke hacia el final, cuando sus compañeros y él parten hacia lo incierto. Quizá se conviertan en adultos de éxito, quizá no. Y quizá, pensé, estemos como especie en esa situación: necesitados de un sueño que nos marque el rumbo para esquivar la pesadilla.

La economía circular es un sueño en el que muchos hallan inspiración para hacer grandes cosas. Pero –si se me permite cerrar este viaje con un punto de aguafiestas– hay un problema: también es una entelequia. Si desviamos la mirada de las luces brillantes y la posamos en las frías cifras, las mismas que me mostró De Wit, salta a la vista que la «brecha de circularidad» no solo no disminuye, sino que aumenta. Nuestro uso de los recursos naturales podría duplicarse de aquí a 2050. Nuestras emisiones de carbono siguen aumentando.

«¿Avanza su implantación a suficiente velocidad? Pues no –dijo De Wit–. Todos los indicadores están en números rojos».

Al igual que los demás optimistas con los que hablé, De Wit cree que es cuestión de tiempo. Construir una economía circular exigirá un cambio cultural de proporciones colosales, de la misma envergadura que la Revolución Industrial. «Se necesita ímpetu –apuntó De Wit–. Yo creo que es imposible con esta generación de líderes. Despegaremos en la siguiente». La generación a la que estaba desalojando del escenario era la mía. Pero no me lo tomé como algo personal. Sí, seguro que estaremos criando malvas mucho antes de que se generalice la economía circular. Pero criar malvas será nuestra aportación al círculo.

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*Las fotos de Luca Locatelli sobre la agricultura en los Países Bajos del número de septiembre de 2017 se exponen en el Guggenheim de Nueva York. Robert Kunzig escribió sobre las ciudades en abril de 2019.

Este artículo pertenece al número de Marzo de 2020 de la revista National Geographic.

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