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Breve historia de la ropa interior – Yorokobu

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La moral de una época se encuentra bajo las faldas. Para llegar de los pololos del XIX al tanga actual los victorianos tuvieron que perder su imperio, dos guerras mundiales obligaron a las mujeres a salir a trabajar fuera de casa y Nietzsche mató a Dios. La ropa interior no cambia a menudo, pero cuando lo hace, no es capricho de una costurera, suele venir de una convulsión social o una revolución tecnológica.

La lencería siempre se ha utilizado para crear una barrera protectora entre la ropa y la piel. En el siglo XVIII era, ante todo, una cuestión de higiene y estructura corporal. Pero la moralidad, obsesionada siempre con los genitales, introdujo sus tabúes, y la moda, tirana y despiadada, fue lanzando al mercado distintos diseños para adaptar el cuerpo de la mujer a la silueta del momento. La era victoriana fue estricta en la figura. Apretó las costillas hasta la asfixia y metió las piernas de las mujeres en una cárcel de hula hoops.

Muchos de los corpiños (masculinos y femeninos), cubrecorsés, crinolinas, enaguas, bragas, sujetadores y calzoncillos que vistieron los europeos y norteamericanos del XVIII, XIX y XX están hoy expuestos en el Museo Victoria & Albert de Londres. También hay unos calcetines españoles de seda verde que llevan inscritos mensajes políticos. Hace tres siglos era algo habitual entre los hombres que podían pagarlos.

Esta historia de la lencería empieza a finales de XVIII. Los corpiños se habían impuesto para ceñir el cuerpo de las mujeres, elevar su postura y, de paso, hacer de alambrada contra el roce de una mano libertina. Actuaban en defensa de la decencia. Ir sin esta prenda resultaba una grosería importante y acababa en el insulto preferido de la historia: ‘puta’.

Pero, aunque ellas los vestían, ellos los confeccionaban. La ropa interior era un negocio de hombres. Y no era un mal negocio. En una época recatada, sólo los sastres podían entrar en las estancias más íntimas de las mujeres y, con la excusa de tomar medidas, veían y palpaban más piel de lo permitido. A cambio, debían saber de anatomía, moda y confección.

Hacia 1800 las mujeres entraron en el negocio de los corpiños. Los nuevos diseños eran más flexibles y más cómodos. No es de extrañar que aprovecharan la oportunidad para liberarse de la esbelta jaula donde los hombres las habían metido. En Francia, unos años antes, muchas mujeres habían dejado de usarlo movidas por las ideas de la Revolución Francesa. Lo consideraban una forma de opresión, igual que las pelucas, las medias y las calcetas. Aunque aquella liberación del torso duraría poco. A principios del XIX el ‘corset’ se impuso de nuevo entre las mujeres de todas las clases sociales.

Breve historia de la ropa interior – Yorokobu

En aquel tiempo algunos hombres usaban corsés para estilizar su figura, pero era mejor que nadie lo descubriera. A menudo se reían de ellos. Los llamaban ‘idiotas’ y ‘femeninos’. Así se ve en The Dandies Coat of Arms (1819), una publicación expuesta hasta marzo de 2017 en Undressed: A Brief History of Underwear.

En los años 30 y 40 del siglo XIX los militares y deportistas comenzaron a usar cinturones interiores para elevar su musculatura abdominal. Ese corpiño perdió sus connotaciones femeninas y se convirtió en algo bravo. Así acabaron los chistes.

Hasta 1829 debió ser un calvario ponerse el corsé. Las mujeres tenían que abotonarlo o atar los lazos a la espalda. A partir de esa fecha la técnica se hizo más fácil. Apareció el primer corpiño que se abrochaba por delante y, en menos de dos décadas, casi todos eran ya así.

Esta prenda de lencería tuvo muchos detractores. En la calle decían que provocaba abortos e infertilidad. Los médicos aseguraban que hacía daño a las costillas y reducía la capacidad pulmonar. La costurera Roxey Ann Caplin (1793-1888) trabajó durante mucho tiempo junto a su marido, el físico Jean François Isidore Caplin (1790-1870), para crear corsés menos rígidos que permitieran respirar mejor. En la Gran Exposición de 1851, en Londres, recibió una medalla por uno de sus modelos.

Pero unos años después, cuando lo más sexy era la cintura de avispa, el corpiño se apretó tanto que a menudo llevaba al desmayo. En Inglaterra hay modelos de esa época que, atados, dejaban la cintura en 48 centímetros. Hoy, la media de la mujer británica, está en 71 centímetros.

William Henry Flower (1831-1899) entró en el debate que intentaba determinar cuánto había que apretar el corsé. El cirujano, anatomista y zoólogo aconsejaba respetar las formas naturales de la mujer y, en su defensa, en 1885 escribió un libro titulado Fashion in Deformity. En una serie de ilustraciones y textos, mostraba las deformaciones que un corsé podía provocar en el cuerpo humano.

Algunos resultaron muy agresivos. Otros, en cambio, eran prescritos por los médicos. Decían que corregían la postura y enderezaban la columna vertebral. Entre ellos, el modelo de aertex, un tejido de algodón que se utiliza desde entonces en prendas interiores, comercializado en 1895.

El siglo XX trajo un nuevo corsé que pretendía poner de moda a las mujeres echadas adelante. Literalmente. El S-Bend deslizaba el pecho y los hombros hacia delante y llevaba el abdomen, la pelvis y las nalgas hacia atrás. Lo presentaron como un corpiño que corregía la postura pero pronto se vio que esa curvatura excéntrica oprimía los órganos reproductivos y el esqueleto. Andar en esa posición era un martirio y las mujeres se quejaban de un dolor de espalda perpetuo.

El negocio de la lencería se fue haciendo cada vez más sofisticado. Henry Sherwood & Company se especializó en ‘corsés para el Imperio Británico’. Vendían corpiños y calzoncillos de lino, algodón y seda para aquellos lugares calurosos donde los británicos tenían sus colonias. Algunas prendas estaban fabricadas con tejidos que, según anunciaban, hacían también de mosquitera.

La Gran Guerra pegó un tijeretazo a la industria textil. No era fácil encontrar corsés. Pero las mujeres, sin ellos, se sentían desnudas, pobres, y eso arrojaba su moral por los suelos. En Austria y Alemania fabricaron corpiños de papel. La II Guerra Mundial no sólo modificó el material de la ropa interior. También forzó a los costureros a introducir cortes funcionales que permitieran a los hombres y las mujeres salir corriendo cuando sonaban las sirenas de alarma.

El siglo XX dio la estocada final al corsé. Hacía medio siglo que andaban buscando un sustituto para sujetar el pecho de las mujeres. En 1863 patentaron en EEUU un ‘sostén de pecho’ que se enganchaba desde los hombros. De ahí seguiría evolucionando hasta el sujetador actual. Las mujeres necesitaban moverse con más libertad. Ya no eran aristócratas o sirvientas. Empezaba a emerger la clase media y eso suponía trabajar, hacer vida en la calle e incluso salir a bailar sin tanta mojigatería.

A principios del siglo pasado empezaron a comercializar sujetadores con forma de copa. No había duda que para las mujeres embarazadas y las que acababan de dar a luz resultaban mucho más adecuados que cualquier corpiño.

Los sujetadores fueron evolucionando hasta llegar a la propuesta del diseñador Rudi Gernreich de No-Bra (no sujetador). En 1964 la compañía Exquisite Form le encargó un diseño y su propuesta fue un modelo sin aros ni nada absolutamente que no fuera tela. Quería respetar la silueta del pecho de cada mujer en vez de meterlo dentro de la forma que en ese momento estuviera de moda, como se había hecho hasta entonces.

Los modelos de Rudi Gernreich supusieron una evolución en la idea que había hasta entonces del sostén. También lo hicieron otros diseñadores a lo largo de la historia. La ropa interior, igual que las personas, han ido perdiendo el miedo a exhibirse. Los calzoncillos se dejan ver sobre los pantalones y muchas camisas son transparentes porque su función es servir de escaparate de la corsetería.

Quizá la moral de una época pueda medirse al peso. Al fin y al cabo, casi siempre depende del metraje de las telas de su ropa interior.

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